viernes, 7 de agosto de 2009

MÁTAME Y VERÁS

JOSE JOAQUIN BLANCO



MÁTAME Y VERÁS



NOVELA





MEXICO, EDITORIAL ERA, 1994


RECONOCIMIENTO:

Una primera versión de esta novela se publicó originalmente por entregas, a manera de folletón, de febrero a abril de 1994, en la revista Etcétera.













PARA ALEJANDRA MORENO TOSCANO
Y ENRIQUE FLORESCANO




Je suis dans le métro, j'attends la femme que j'aime.

JACQUES PRÉVERT


¡Ah cerrera, cerrera, Manchada, Manchada, y cómo andáis vos estos días de pie cojo! ¿Qué lobo os espanta, hija? ¿No me diréis qué es esto, hermosa? Mas ¿qué puede ser sino que sois hembra, y no podéis estar sosegada; que mal haya vuestra condición y la de todas aquellas a quien imitáis? Volved, volved, amiga, que si no tan contenta, a lo menos, estaréis más segura en vuestro aprisco...

CERVANTES: El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, I, 50.









UNO



LARGARSE de la Ciudad de México a como diera lugar. Ese era mi problema, ¿me entiendes? Oh tú, el Tranquilo, el Pacífico, que lees esto desde tu sofá como desde la luna: ¿me entiendes? En ese momento yo quería largarme de esta pinche ciudad al precio que fuera, como fuera, con quien fuera. Pinche trampota del millón de calles, y en cada bocacalle una ratonera, un madreador, un licenciado, un guarura.
Ya estábamos en plenas posadas. La contaminación en todo su apogeo (varios días seguidos más tiznados que mi conciencia, ah) daba al aire de la ciudad una ambientación subterránea de fin del mundo, que ni mandada a hacer para desesperarme más, para hundirme la puntilla, para acabar de mandarme al carajo. Y la gente, ya te imaginarás: histérica, ansiosa por comprar paquetes y más paquetes envueltos en papel lustre, metálico, con moñotes de colores; pero en sus bolsillos unos cuantos fierros, no le alcanzaban ni para porquerías, pero eso sí, todo mundo triunfal arrebatándose mercancías, cada quien sobregiradísimo, sobrevaloradísimo, cada cual más padre de familia que los demás: más cónyuge, compadre, consumidor, cuentahabiente y navideño que ninguno. "Cárguelo a mi cuenta".
Puros regalos santos, sanos, virtuosos; pasteles, triciclos, muñecas, los arcángeles obsequiando a los querubines, los serafines a las potestades. Todos atiborrando las tiendas exuberantes de luces y ofertones de felicidad, y fuera, peor: ahí, en plena banqueta, en las infinitas hileras de puestos (armatostes de tubos, tablas y mantas de plástico: todos también desbordantes de luces, música y ofertones de felicidad), las mil calles convertidas en mercados postizos, un laberinto transportable más caótico que la propia ciudad, más abigarrado todavía. Carajo, en qué mundo vive uno. Necesita uno estar completamente lleno de salud y prosperidad, bien encerrado en su propio orden, para no gritar, totalmente trastornado: "¡Carajo, en qué pinche mundo vivo!" Pero en cuanto algo falla, de que uno grita eso, pues sí: lo grita.
Y yo, esa tarde (estaba oscureciendo), a la altura del más extraviado y miserable de la muchedumbre, zombi entre los zombis, caminando y atascándome con un humor de la chingada en los campamentos de puestos, entre la multitud frenética, sin un clavo en el bolsillo: puras tarjetas de crédito inútiles (no servían sino, a esas alturas, para que me agarrara la tira al menor intento de usarlas). Yo, que hasta apenas unos días antes, había sido tan jefe y marido, tan con casota, club, chequera y dos coches, como el cliente más querubín de la mejor tienda de productos para serafines.
Mi mujer estaba en pie de guerra, con sus abogadotes, sus hermanotes, la parentela en pleno, más una buena tropa de metiches, acusándome por todas partes de cuanto crimen es posible perpetrar en el planeta, levantando frente a la policía no sé cuántas actas por hora. Y vaya que la Carmela furiosa es de dar miedo. Capaz de contratar madreadores y pistoleros: furiosa, y contra mí, capaz de todo.
Me descubrí entonces sin amigos. Todos estarían de parte de ella (y de la policía). Hasta zutano o mengano, mis más cercanos cómplices de aventuras secretas, podrían venderme. Tenía en esos momentos todas las de perder, y aun si en un remoto futuro ganara en tribunales, después de eternos juicios escandalosos, sería uno de esos triunfos que apestan, que terminan por arruinarte. Angel mío de la guarda, ah: tú bien sabes que en tales momentos uno cae presa de cualquier paranoia --de todas las paranoias--, y yo por entonces me cuidaba más bien de andar solo, lejos de cualquier lugar donde pudieran identificarme.
--Nomás escóndete --me había dicho Sánchez, mi abogado (claro que también él podía venderme)--, nomás que no te agarren antes que contrataquemos: de nada me sirves en el bote. ¿Seguro que tienes todos esos documentos contigo? Guárdalos bien, cabrón: que no te los quiten, que no te agarren con las manos en la masa. Háblame después de Año Nuevo. ¡Suerte! ¡Feliz año!
Seguro el cabrón de Sánchez ni siquiera pensó en cancelar su viajesote a la playa: no empezaría a mover ni un dedo sino hasta el feliz año nuevo. Y yo ya no era yo, sino unos sobres escondidos en una caja de seguridad bancaria; un fantasma que salía a estirar las piernas por barrios extraños, con el corazón a saltos, sintiendo pasos por todas partes.


LA DERROTA duele a cualquier edad, pero que te llegue a los cuarenta, cuando se supone que ya la hiciste y estás al mando de todos tus controles, de todas tus instalaciones, es una verdadera patada en el culo, delante de todos, que te deja como descerebrado, tumbado en el pavimiento, la trompa en la mierda, echando espuma. Todavía no te llegan, oh Anciano Venerable, los dones de la resignación y del renunciamiento, joyas de los viejos; y ya no te queda nada de los arreos de un insolente jovencito que de cualquier manera se levanta a defenderse a lo loco, nomás por no dejarse, nomás por pura juventud. Ahora, a la mera edad del poder y del éxito, te quedas tirado, el hocico en el lodo, el cerebro salpicado por todas partes, menos en tu cabeza, y sientes que nomás no puedes soportar otra patada en el culo, que ya de por sí estás todo embarrado en el piso: quieres que se olviden de ti, quieres no existir. Lo que quieres es estar muerto sin morirte, sin la inmundicia de irse muriendo; así, de repente ya nomás estar muerto, sin las vejaciones, los dolores, las penalidades, las excreciones de la muerte.
Dirás: "Que sea menos, no andes de chillón". Claro: a río pasado todo mundo ve las cosas con harta dignidad, pero en el mero cogote del lío, ahí te quisiera ver. Entre las voces que me aturdían, sin estar siquiera dormido, así caminando entre pesebres del Niño Jesús, bueyes del nacimiento, pelotas, coches eléctricos, luchadores y extraterrestres, reyes magos, vestidos, camisetas, discos, yo creía que me hablaban, volteaba y te juró que oía voces:
--¿Y Sergio? --decían las voces.
--Pues fíjate que el pobre Sergio se murió.
--¿Cómo así tú?
--De repente desapareció y a los tres días lo encontaron muerto, en una calle de lo más rara y peligrosa.
--¡No me lo digas! ¡Qué lástima!
--¡Tan saludable que se veía!
--Mira: una nunca sabe: caras vemos...
--¡Tenía un brillante porvenir!
Me dirás, oh tú, Antisentimental, Enemigo de los Irigotes: "¿Entonces por qué no te pegaste un tiro, cabrón, y te dejabas de mamadas?" No creas que no llegué a pensar en eso, pero sólo cuando me ponía de plano triste o superencabronado, y podrás entender que en tales momento uno anda con los nervios de ruleta: ahora te encabronas, ahora te deprimes, ahora quieres matar a medio mundo, ahora sólo te quieres matar a ti, ahora nomás quieres dormir, ah. Pero luego, carajo, tenía que reconocer que seguía enculado de la vida. Todo jodido, con mi vida hecha pedazos, sin saber cómo desmadejar todos los conflictos que en unas cuantas semanas se me habían venido encima, pero como entrega de camión de volteo, y yo cada vez más atontado, pero enculadísimo de la vida. Ahora sí que no sentía lo duro, sino lo tupido, pero mi pinche vidita, pues intocable, ah. Que no me la tocaran.
Tuve que reconocer que podía aceptarlo todo, desastre tras desastre, hasta quedar hecho un teporocho, un inválido en un asilo miserable, bueno ora sí que sea menos, ah: cualquier cosa, menos perder la vida. Y no me digas: "No seas largo, que sea para menos". Entonces no era para menos, qué va. Y por mucho menos otros sí se han pegado el bendito tiro, o han balaceado a otra gente. Pero yo sí seguía agarrado a la pinche vida con todos mis dientes, eso sí te lo cuento a mi favor: la mordía como un perro sarnoso su viejo hueso, que ya no es sino puro palo, pero ahí sigue dale que dale el perro de palo a su hueso de palo.


ENTONCES me encontré por azar, a la salida de La Luna de Huipulco, al maricón de Juanito, Juan Jácome, así, muy quitado de la pena el cabrón; todo miel sobre hojuelas y flores por la vida, ding dong bells; me cae que hasta parecía flotar en ese ambiente de posadas, Eeeen nombre del cieeeelo, ooooos pido posaaaada; lleno de paquetes envueltos para regalo, un dandy el cabrón como envuelto para regalo él mismo, rozagante, relajado, perfumado, como nuevecito, con ropa sport de firma, su relox ahí como que no quería la cosa, nomás para que hiciera juego con dos que tres anillazos. Más meneado que odalisca de cabaret, el cabrón.
¿Te acuerdas del maricón de Juanito, de Juan Jácome? Ese, el putito --que putito ni qué putito: putazo-- chaparro y retorcido que tuvimos por compañero en la universidad ("Ay mis amoures, que calour", llegaba gritando a clase); el pendejo al que mandábamos hasta por cigarros si quería juntarse con nosotros, y por las fotocopias, y el que nos pasaba los apuntes: a pagar contribución, puto, si te quieres juntar con nosotros; y al que insultábamos hasta hacerlo llorar, pero ni así se iba: "Ay muchachos, ¿por qué son así conmigo? Si yo los quiero bien?", se quejaba. "¡Pues no sea tan puto, cabrón, a ver: camine como hombre", le decíamos; "¡Suma las nalgas, cabrón, que aquí no las anda vendiendo! ¡Camine derecho, como los machos!"; y nos revolcábamos de risa, porque entre más el Juanito quería parecer macho, más putísimo se veía. Y siempre salía ganando el cabrón: porque cuando le pedíamos apuntes, volvía a tratarnos de "mis amoures", y entonces ni modo: "¿Qué pasó con los apuntes, cabrón?" "Aquí están, aquí están, chicos: im-pe-ca-bles, com-ple-tos, con a-mour". "Ah, pinche Juanito, nunca se te va a quitar lo puto". "Ay, ni lo quiera Dior: si se me quita, ¿qué hago?"


--¡PERO Peña, nada menos que Sergio Peña! ¡Uuuuuh, pero si añísimos! ¡Los añísimos de los añísimos! --me saludó desde lejos, y corrió a darme un abrazo. Se veía menos poquita cosa que de estudiante, hasta distinguidón, pero seguía igual de torpe: se le cayeron dos o tres paquetes, y cuando me di cuenta ya estaba yo de caballero, levantándoselos; pero en fin, a los dieciocho años se preocupa uno demasiado por mantener distancias, a los cuarenta, y jodido, te vale madres que un puto te salude a gritos y se te lance a los brazos en plena calle.
--¿Qué pasó, Juanito, qué onda? ¿Qué dice la vida?
--Miiiiles de cosas. ¡Si yo te contara...! ¡No se me ocurre ni por dónde empezar! Tenemos que vernos un día de estos, Peña, para platicar largo y tenido.
--Orale --le dije, con el tono mandón de antes--, pero que sea de una vez: vamos a echarnos unos tragos.
A él sí de plano le podía sacar una buena feria sin peligro, sin comprometerme, sin humillarme: al menos para pasarla hasta el feliz año nuevo.
Juanito se sorpendió. Nunca lo invitábamos a nada. ¿Te acuerdas que nunca queríamos que nos acompañara a ningún lado? Nos quemaba el cabrón. Ni siquiera cuando ya había hecho el chingo de méritos, y nos dibujaba las láminas de cálculo y nos conseguía los apuntes, hasta cuando se hizo pasar por Gutiérrez, Esteban Gutiérrez, para aprobar en su nombre el examen de inglés, ¿te acuerdas? "Tú camina por delante, cabrón, que nomás nos quemas". "Ay cómo serán", pero en la calle caminaba por delante, como si no nos conociera.
Nunca lo invitábamos a nuestras fiestas, ni a lugares públicos, sólo al cafecito de afueras de la universidad, y ahí ni modo, porque si no, de todos modos lo invitaban las muchachas, nomás para chingar.
--Pinches machos, pinches aborígenes, pinches nacos, a ver: ¿qué les quita Juanito, o qué o qué?
Era bien popular con las muchachas, la mejor amiga de todas ellas, siempre les estaba arreglando el peinado y corrigiendo el maquillaje, porque algunas eran re pendejas en esos años, y como querían andar igual de deslumbrantes que las artistas de cine, llegaban a la universidad con unos pelos parados y pintados, y unos garabatos en la cara, que ni payasos.
Carmela adoraba al Juanito, porque la acompañaba a todos lados, a bares y centros nocturnos, hasta al burlesque, el mejor chaperón de toda la universidad; y además la tenía siempre desternillada de risa; nomás decía cualquier pendejada y ahí ya estaban todas las muchachas en el cacaraqueo total, hasta parecía que a cada chiste cada cual iba a poner su huevo, ah; además, en aquella época todas las chavas eran bien aguerridas, bien feministas, y no dejaban que nadie le tocara un pelo a su Juanito. Hasta lo rodeaban cuando los machines de otros grupos querían madrearlo, que porque desprestigiaba a la universidad.
--Pero... --ahora el cabrón de Juanito era el que se ponía difícil: miró su reloxote, charrísimo, hasta parecía falso de todo lo que brillaba, pero era de los mejores--, ay, mira: es que tenía que comprar todavía... ¿No me acompañas a ver unos edredones...? Ay, si ya sé que eres de lo más tímido y te da pena que te vean conmigo. ¿Sigues tan tímido como antes, Peña? Bueno, sea por Dios: vamos a tomarnos esos tragos. Nomás recojo aquí luego mi coche y te sigo, ¿qué coche traes, Peña?
--Ando de peatón --le confesé de golpe, a ver qué cara ponía. En el mero culo de la ciudad y de peatón: qué pinche desgracia. Pero no se imaginó nada. Ya estaba acostumbrado a no comprender a los machines: ¡hacen cada cosa! Simplemente lo acompañé a su coche, que desde luego era nuevecito y padrísimo; para mejor avanzar en mi nuevo camino de modestia y humildad, hasta fui caminando a su lado de su tameme, cargándole algunos paquetes.
--Me encanta la navidad --iba diciendo Juanito--; la gente como que recobra el corazón, las ganas de vivir. Todo el pinche año andan con la cara de fuchi, la nariz arrugada como oliendo pura mierda. ¡Ah, pero en navidad! ¡Si hasta a todo mundo le cambia la cara!


LO OCULTÉ todos estos años, como si fuera tan importante. Pero ahora, ¿qué caso tiene esconderlo? Me conoces crímenes peores, oh mi Angel Sábelotodo. ¿Te acuerdas cuando fuimos de excursión varios cuates a las Lagunas de Cempoala, de esas excursiones que organizaban los jesuitas? A esos paseos las muchachas sí conseguían permiso, y era nuestra oportunidad de oro para avanzar hacia sus calzones, en el camión, cantando como bobos Chófer, chófer, más velocidá, pero con los dedotes en las pantaletas; y luego en los cerros, dizque recogiendo piñitas, hojitas, heno, musgo, leña: puros calzones. Bueno: esa vez a quien me cogí fue al Juanito. No me salgas con teorías de bisexualidad ni pendejadas por el estilo, que en esa época ni existían. El dilema entonces era estar o no estar bien caliente.
Tan simple como esto: yo me había pasado todo el trayecto en camión a las Lagunas de Cempoala con los dedotes dentro de las pantaletas de una pendeja, que ya ni me acuerdo cómo se llamaba; bueno, creo que Normita, que dizque era mi novia. Traía las pantaletas más mojadas que una esponja, en el camión; veníamos bien amartelados los dos. Y luego en la noche, seguimos alrededor de la fogata, duro y dale debajo de los jorongos, mis dedos ya eran buzos profesionales, y entonces fuimos a ver qué bonito olían los pinos en la noche, subimos un poco al monte, pero nada: no quiso dejarse la cabrona, nomás puro dedeo, como si fuera teléfono. Ahora sí que "El número que usted marcó está ocupado, le suplicamos volver a llamar más tarde".
Pensé que de puro chiveada se hacía la remolona, que si se dejaba fácil le iba a dar vergüenza, entonces arrecié como lobo feroz para cargar yo con toda la culpa de la lujuria y que a ella no le diera vergüenza; y puta, que se re enoja, que me la hace de pedo, que se pone a berrear como marrana; la tuve que dejar ir viva, en estampida, como una jauría de normitas huyendo, corre y corre y chille y chille, hecha una histérica: que yo era un marrano, un criminal. Siempre que me visto de príncipe azul termino haciéndola de marrano, de criminal. Cuestión de casting.
Entonces pues me desahogué con el Juanito. Lo vi junto a la fogata, nomás le hice una seña y entendió; se retiró del grupo como si fuera a mear, hasta perderse entre los árboles. Fue un coito seco, sin caricias ni nada: pues tampoco, ¿qué te crees? Uno bien caliente pero bien acá. Me la mamó, se la metí, me vine y se acabó.
Entonces me sentí más triste y enojado con las viejas que nunca, con todas, sobre todo con la pinche Normita; pero también con todas las demás que ya no la dejaron sola en toda la excursión y me miraban con ojotes asesinos de "¡Te quisiste propasar con la pobre de Normita!". A la Normita la corté en silencio: nomás no le volví a hablar, por mamona, y bien que luego me anduvo mandando recaditos, ves que estaba de moda Love Story y su frase de "Amor es nunca tener que pedir perdón", pues ella me mandó una tarjetita con su perfume y su letra: "Amor es nunca tener que pedir perdón", como diciéndome que me perdonaba sin que yo se lo pidiera, y que volviéramos al teléfono, marque y marque.
Y ahí mismo me conseguí a la Carmela, que se hubiera querido cambiar por Normita y tener algo emocionante qué contar del olor de los pinos de las Lagunas de Cempoala, ah. Ya traía su fogón desde jovencita. Pero ya no me dio tiempo de hacer nada con la Carmela en el paisaje, ah: fue hasta días después, vulgar y comúnmente, y de lo más incómodos, en su coche, después del cine. Habíamos ido a ver Romeo y Julieta de Zeffirelli, no tanto por el amor a los clásicos ni por romanticismo: Carmela quería verle las nalgas a Romeo, y en esa época no era muy frecuente verles las nalgas a los galanes en el cine. Juanito le había dado el tip: "A ese Romeo deberían darle un óscar por sus nalgas; esas sí que son nalgas de un óscar". Me daba coraje que todas las películas que iba a ver con Carmela eran puros tips de Juanito: Cabaret, El graduado, Bonnie and Clyde, El hombre del clavel verde, Verano 10:30, El calor de la noche, Teorema.
--Ya basta de puterías, vamos a ver una película seria. Mira, vamos a ver Contacto en Francia -- le dije a Carmela.
--Tú respétame a mis amigos, eh. Si no quieres me voy al cine con Juanito, total él ve las películas que le gustan hasta cinco veces.
Y la llevé a ver Bella de día.

DOS


EL JUANITO me rondaba por la universidad, discreto, nomás con los ojos, como diciéndome: "yo contigo como quieras cuando quieras, nomás di", y a mí me daba coraje: lo trataba mal, le quería romper el hocico. Y él se encaprichaba más. Lo evité a toda costa durante toda la universidad: no se me fuera a hacer costumbre, ah; y no le fuera a ir con el chisme a la Carmela, ya ves que los putos son re chismosos, y de que un puto y una vieja se ponen a soltar la sopa no terminan de platicar en un mes, sin interrupciones. Y de repente en clase, sentía que me estaba mirando, como las miradas en close up de las telenovelas, cuando la Abandonada dice con los ojos: "Mi amor secreto, mi amor imposible", esas pendejadas. Entonces, cuando lo descubría mirándome con ojos de borreguito, yo le hacía huevos con las manos: "¡Pito, cabrón!", le decía a señas, bien encabronado; y el se relamía los labios y echaba una carcajada cantinera. Tiene el Juanito unas carcajadas cantineras de mariachi, bien estruendosas.

--De macho sólo tiene la risa --decía yo.

--Ya déjalo en paz, no lo molestes --ordenaba Carmela--: ¿a ver, qué te ha hecho para que lo insultes de ese modo?

--No pues nada --decía yo.

--Ya ves.

--Pero me choca encontrármelo hasta en la sopa. Ya no quiero que lo trates tanto. Nomás tenemos muchos problemas por su culpa, mi vida.

Poco a poco Carmela dejó de tratarlo.


JUANITO tenía una cabaña en San Isidro, cerca de Cuernavaca, me enteré en el bar.

--Qué mala onda lo de Carmela. Ay que complicados ustedes, qué dramáticos. Pero cuando las cosas llegan a ese punto, Peña, mejor darse un tiempecito, ¿no? Nomás para no enmuinarse más, para no andar de obsesivo. Luego las cosas bajan de tono, y ya puede uno resolverlas un poco, ¿no? --me dijo en tono profesional, como la Doctora Corazón.

--¿Hace cuánto que no ves a Carmela?

--Pues desde entonces, Peña. Nomás me agarró tirria y ya, con lo cuatísimos que éramos. Ay, ustedes. Le mandé flores y nada. Ya ves que ni a tu boda me invitaste, cabrón. Ni que fuera a presentarse uno en bikini a la iglesia, qué te crees. Uno se sabe comportar, je, a veces, Peña --y soltó sus carcajadotas roncas de mariachi. Bien extrañas esas carcajadas en un dandy atildado y femenino. "Qué chicharrazos suena tu campanita", pensé.

--Yo sí te invité --mentí--, ella dijo que mejor no.

--Tampoco las otras me invitaron a sus casamientos: así son las viejas, guácala: bien alocadas de solteras, y muy amigas de uno, cuando les conviene; bien mustias de casadas y ya no te conocen. Pero en cuanto enviudan o se divorcian, lo vuelven a buscar a uno.

--Bueno, también entiéndelas, Juanito: se hacen de nuevas responsabilidades, quieren parecer respetables --señalé con cara de predicador. El cura de la Sagrada Familia contra la consejera sentimental de la revista Confidencias.

--Y peor cuando tienen niños, ¡pues cómo van a querer un maricón cerca! Ay, ustedes. A veces me da tristeza, ¿no? Acordarme de los viejos tiempos. ¡Qué tiempos, mis amoures! ¿Te acuerdas? Pero todo eso es la prehistoria. Ya ves que me salí antes de la universidad. Hice otros amigos. A los compañeros de la escuela, luego uno no los trata nunca. Puff, se esfumaron. Si te encuentras de chiripada a alguien en la calle, pues no pasa del qué tal qué tal. Puff: nada por aquí, nada por acá.

Y ahí me tienes invitándome yo mismo, de repente, a un viaje que de chamaco ni al precio de mi vida habría aceptado: a San Isidro, a pasar la última quincena del año con una tribu de maricones.

--Pero unas locas de lo más pacíficas, a estas edades ya pasó la guerra --indicó Juanito--, nomás una temporadita de relax, de descanso. Lady peaceful, lady happy, that's what I long to be... -canturreó con los ojos entornados y la voz más desentonada del Club de Fans de Liza Minelli.

Así que junté algo de ropa en una mochila, como si no fuera un exgerente expadre de exfamilia con tres exhijos. Como un estudiante pobre y dejado de la mano de Dios que se lanza a cualquier aventura porque sí a donde sea. Por lo menos me libraba un rato de la horrible casa de huéspedes donde me había escondido. Andaba desde luego de incógnito, según me había recomendado Sánchez, como comprenderás; porque Carmela me había echado a toda la policía, andaba tras de mí: que le había defraudado todo, que le había quitado toda su lana, sus inversiones, sus propiedades, para dárselas a otras viejas; que intenté secuestrar a los niños, que crueldad extrema, que drogas, que pomo, que juego; todo el Código Penal me había echado encima la Carmela. Y sus abogadotes, y sus hermanos, y su parentela. Toda una legión de lobos. Luego va a resultar probablemente con que no era para tanto. Pero entonces Carmela me quería comer vivo y verme tras las rejas para el resto de mi vida. O de perdida madreadote por ahí. Ya me había amenazado en otras importantes ocasiones.

--Nomás no me vayas a traicionar, pinche Juanito, no le vayas a ir con el soplo a la Carmela, ahorita está re loca y me echa a la tira, cabrón; me manda madrear, cabrón.

--¿Yo cuándo te he traicionado? --dijo Juanito, y vi sus ojotes tan tristes como los que ponía en la universidad, como pensando en las Lagunas de Cempoala, me dio un poco de pena, me sentí un poco chinche, hasta me llegó el olor penetrante de los pinos, ah, pero supe que en él sí podía ora sí que volver a confiar, ah.



Y FUI el último en salir de vacaciones de esa deprimente casa de huéspedes de la Colonia del Valle, para estudiantes de provincia hinchados de juventud y de tonterías, que me miraban con el desprecio que sólo los jovencitos ricos pueden sentir hacia un adulto semifracasado; como que ya le huelen que se empezó a podrir, como que ya lo ven amarrado en la canal del matadero. Si no, me hubiera a quedado a ver tele con la dueña y la criada.

--Usted debiera casarse ya --me decía la dueña, una viuda metiche, que quería arreglarles la vida a todos sus huéspedes--, a su edad no es bueno andar solo por el mundo. A su edad, el problema de la soledad ya debía tenerlo resuelto.



YO ME había hecho pasar por un hippie. Ahora que ya no existían más hippies que los limosneros y los teporochos, le quise hacer un homenaje al pasado que no tuve, por ambicioso: más me habría valido meterme a hippie, gastar toda mi vida en unos cuantos años de juventud y no andar haciendo el oso a los cuarenta. Algo me acordaba del mito y del prestigio que los hippies tenían entonces.

No les decía nada a esos jovencitos: sólo les dejaba sacar conclusiones, las que pudieran sacar de sus cabecitas de juniors lobotomizados. Me di aires pues de artista, algo así como poeta surrealista --los poetas verdaderamente surrealistas, claro, ni versos hacen--, un lobo estepario que andaba de chamagoso, enigmático y pobretón por la vida, sin mujer ni amigos permanentes, viviendo cada día desde cero: terminando mi vida cada día, ora sí que cada buenas noches un réquiem. No sé cuántas pendejadas de los años setenta medio les contaba a los muchachos cuando me daban lata, pero todas embrolladas, que no supieran ni qué onda.

Cuando se metían a mi cuarto con asco y conmiseración del fracaso. Ellos que --como yo a su edad-- codiciaban frenéticamente un éxito material y concreto, redondo, total, para siempre; ahí estaban frente a lo contrario, el pobre náufrago malviviente, medio zafado, dado al oficio de perdedor perpetuo, a los cuarenta y en una casa de huéspedes, con una pinche equipaje que ni a equipaje llegaba, dos mudas y ya (que me había comprado en un super), seguramente adicto a todo tipo de vicios y cochinadas secretas.

--Nomás no le entres a la droga --me recomendó el mozalbete más obtuso que he visto jamás, pero lleno de salud y de futbol y de ideología marista--, de eso no se sale. Si tienes problemas con la droga te recomiendo un centro padrísimo donde curan a todos los drogadictos, es de los padres maristas.

Y ahí me voy, con mi mochila de boy-scout (también comprada en el super), sin rasurar (un poco para distinguirme de los maricones, ¿no?, ya ves que ellos siempre andan atildadísimos, hasta para ir por el periódico se arreglan como para un comercial de televisión), en un coche lleno de jotos, ora sí que la nave de las locas, ah.



IBAMOS cinco en el coche. Mis compañeros de ruta para esas vacaciones eran: 1) Rubén, llamado la Nenuca: un ingeniero bigotón bastante tranquilo, que venía hablando del pobre Freddy Mercury y de concursos de músculos, y que lamentaba ausentarse dos semanas de su gimnasio:

--No, si yo sin el gimnasio soy otro, nomás me deprimo y me deprimo --decía.

Aunque también se alegraba de poder pasarse todo el día, "pero todo el día, no nomás un ratito", tostándose al sol "como la reina de los cangrejos".

--Ay, vas a regresar como un verdadero apache, un Jaime Fernández en Tarahumara --le dijo 2) el Jirafón, un flacote intelectual de lentes, mariguanísimo, experto en películas mexicanas viejas, una verdadera rata de cineteca.

Y 3) Aníbal, un chamaquito estudiante de turismo que aseguraba que muy pronto iba a destacar "en el mundo del espectáculo", como bailarín o como cantante, o de plano como galán joven en una telenovela. Aníbal era bastante buen tipo, demasiado espectacular, hasta incomodaba: tipo cara de muñeco; andaba de amante de Juanito, y se miraban y agarraban la mano como novios primerizos.

Juanito conducía. Aníbal iba cantando la pieza de la radio, compitiendo con ella, ganándole al cantante. Atrás nos apretujábamos el Jirafón, con cara de fastidio; Rubén, totalmente inexpresivo, y tu seguro servidor que nomás pensaba, "en qué nuevo lío me estoy metiendo".



PENSARAS que yo iba bien incómodo, bien sacado de onda. Bueno, pues algo sí. Pero más bien los incómodos, los sacados de onda eran ellos, salvo el Juanito, que joteaba y reía conmigo a través del espejo retrovisor con la mayor naturalidad. Pensarían: ¿pues ora sí que este buga qué hace aquí? Ni que fuéramos zoológico. Nomás va a estarnos criticando, nomás nos va a echar a perder las vacaciones; qué puntadas de Juan de endilgarnos a este espécimen del orden establecido. Me hablas, con una enorme confianza, iba cantando Aníbal. El Jirafón y Rubén todos derechos en el asiento como tías estiradas, pero prudentes, todavía sin decidirse a indignarse ni a resignarse. Aníbal ni me pelaba: estaba acostumbrado a ignorar a todos los viejos pesados que espesan el mundo, el agrio mundo de padres y profesores y tíos y gerentes y maestros y curas y policías (como si fueras la dueña, del pantalón que me tapa). Nomás tenía ojos para Juanito. Iba cantando para él (Me hablas con una enorme confianza), pero más alto que la radio, como si sólo Juanito y Aníbal existieran en el planeta. Y su mundo mental de modelos, bailarines, cantantes, actrices. Que Alejandro Sanz, que Ricky Martin, que Benny, que Pablo Ruiz; que los magnetos, que los garibaldis, que los timbiriches.

--Oye Aníbal, ¿por qué no te bajas a cantar a la cuneta? --exclamó el Jirafón.

--Perra, ya quisieras tener mi voz.

--Pero no en mis orejas, dulzura.

Juanito nos obsequió con la más ríspida de sus carcajadas. Acostumbrado como estoy a su cencerro, me tomó por sorpresa y me dio como escalofrío.

--Qué pinche risa de Herman Monster te cargas, no se te ha quitado --dije.

El cencerro chirrió todavía más.

--A mí me encanta la risa de Juan, es abierta, es sincera --clamó, sentido, Aníbal.

Yo iba pensando: nomás quiero estar tranquilo y a salvo en algún lugar sin pedos, fuera de la pinche ciudad, unos cuantos días; hasta el feliz año nuevo, pinche Sánchez; volver en mí, pensar, reconstituirme, planear mis defensas, ora sí que antes de la gran batalla; veía mi futuro lleno de tribunales, de legajos, lleno del pinche Sánchez. "No, chamacas, hubiera querido decirles: ni las voy a andar criticando, ni les voy a estropear, pero para nada, sus bonitas vacaciones. Soy el hombre invisible. Ni me van a ver, ni las voy a ver, ¿eh?". Como para firmar mi pacto tácito le invité un cigarro a Rubén:

--No fumo --contestó escandalizado. Nomás faltó que me saliera con que mi cigarro lo iba a convertir en "fumador pasivo".

--Yo sí --dijo rápidamente el Jirafón, y me arrebató la cajetilla con sus manazas larguísimas, de Frankenstein.


PARA tu mejor información, oh tú, el Prudente, el Colmilludo, el Viejo Marinero, el Viejo Cazador, el aventurero ejemplar que siempre cae de pie, me propongo hacerte la crónica de mi último día como hombre de provecho. Esto ocurrió una semana antes de mi providencial encuentro ora sí que con mi viejo conocido, ah, el Juanito.



* 8:30 am: Me despierto como buen marido en mi propia cama y mi leal esposa no está en casa. Tampoco los niños, claro: en la escuela. ¿O nos encontraremos ante el caso típico de una sublevación familiar? Pesquisas rápidas, resultado: faltan mucha ropa y todos los objetos de valor. Hasta con la platería y unos jarrones chinos cargó la Energúmena rumbo a su exilio en casa de sus padres. ¿Todo porque llegué en plena madrugada? Al menos llegué: siempre llego. En quince años de Marido Ejemplar, jamás he amanecido, lo que se dice amanecer con el sol de cuajo en la carota, en otro ora sí que tálamo que en el de mi mujercita santa.

Hacía años que no montaba el escenón de refugiarse con mis suegros. Ya es una Mujer Madura. Qué hueva, volver al merequetengue: ir a rogar, someterse a Consejo Familiar, como a un consejo de guerra. Dichoso tú, Patriarca, que ya no tienes princesitas qué amaestrar: seguramente gastas tus rentas en alquilarlas por hora, bien complacientes, ya amaestradas. La mía salió respondona, uta, y en qué medida. Qué melodramón, qué hueva... Más pesquisas: ningún recado. La sirvienta silenciosa y enigmática como espía china, pero toda llena de tics y estremecimientos de thriller, mientras accede a servirme el desayuno. Reflexiono frente al pastoso tazón de avena:"Todo sospechosísimo ".



* 9:12 am: La cosa se pone color de hormiga. Carmela se ha escapado ¡con los dos coches! Cuenta con aliados, ni modo que se fuera manejando los dos. La guerra, oh Caudillo de la Paz, ha sido declarada. Salgo de casa con mi mejor cara de diplomático, pasos seguros, porte relajado, guardando la calma, a tomar un pinche taxi.

Las cosas ya estaban color de hormiga desde meses atrás, cuando Carmela descubrió que yo había vendido algunas de nuestras acciones. No me creyó que las acababa de invertir en un negocio mejor. Pero eso no era novedad: ya me había caído en transas peores y había aguantado vara. A fin de cuentas yo la hice más rica de lo que era cuando nos casamos. Fui yo, y no sus pinches hermanos, esos sí voraces, esos sí Termitas del Patrimonio, quien además salvó mucha, pero muchísima lana cuando el crack de la bolsa en el 87. Entonces fui yo quien le cayó en grandes transas y aguanté vara. Carmela vació varias de nuestras inversiones para que sus pinches hermanos pendejos, que jugaron a la bolsa como al turista, salvaran el pellejo: no sólo habían perdido todo su resto, sino también todo el resto de cuanto pariente y conocido había confiado en ellos. Insisto que aguanté como los buenos frente al gran asalto de Carmela; digamos que nomás hubo unos pleititos, unos madracitos, nada en fin por qué poner el grito en el cielo.

Ahí la llevábamos, total: eran quince años (oh tú, Llevador de las Cuentas), cifra que (no está mal recordarlo), no alcanzaban ni con mucho los matrimonios de sus putos hermanos y demás parentela. Que aguantar a la Carmela merece todo un premio Fórmula 1. Si hasta sus amigas la envidiaban. Ella me lo decía toda tierna en nuestros mejores momentos (y nuestros mejores momentos no eran pocos, todavía en mayo nos había agarrado una racha bien larguita de calentura):

--Mi vida, si hasta ellas me dicen: ¿cómo le hiciste, Carmencita, para tener un matrimonio estable, aguantador, de los de a de veras, de los de antes?

Teníamos pues un matrimonio de los de antes: de anticuario.

Ya las susodichas amigas ni siquiera se acordaban de cómo me habían estado chingando al principio, de padrote no me bajaban, de cazafortunas que pepena a la fea nomás para dar el braguetazo. Lo que sea de cada quien: ni Carmela estaba tan fea ni yo era tan padrote. Tú eres testigo de que trabajé bien duro, mi Buffalo Bill, para ganármelos a todos, y fui yo quien hizo rendir su fortuna, y al rato hasta tenía yo que andarme también partiendo el lomo para hacer rendir la lana de los suegros, de los cuñados, y hasta de alguna de las comadres. El agente financiero de a gratis de todo mundo.

--Ay tú, mi amor, que eres tan bueno con el dinero, con esa cabecita tan lista que quiero tanto, ayudále a la Fabi, no seas gacho: ya ves que su marido nomás no da una y la está dejando en la vil calle.

Yo, salvador también de la Fabi.



LO PEOR es que la Carmela inventó, o le inventaron, que yo andaba con otra mujer, así de plano: no que nomás cogía, sino que "andaba", y que estaba poniendo toda su lana a nombre de la Otra, ah, para escapar con todo el botín y dejarla desplumada. Yo ni idea de cuál de las otras había sino ascendida a categoría de Segundo Frente.

Que conste: tanto Carmela como yo somos fervorosos creyentes en el adulterio, mi Emérito Barba Azul, pero en el adulterio espontáneo, portátil y desechable. Nada de escándalos, nada de pleitos: discretitos. Sin esa pequeña ayuda ¿qué matrimonio cumple años? Pero jamás anduve con sentimentalismos de la Otra: si una mujer fija te anda cortando un huevo, ni modo que le pongas casa chica a Otra Fija para que te desgaje el otro. Si una de planta es infierno, imagínate dos.

Pero bueno: el argumento era que yo estaba dejando en la calle a la Legítima para ponerle palacio a la Intrusa. Así se las gastan la Carmela, su parentela, sus amigos y, empecé a sospechar, el Intruso. Ella sí que tenía grandes planes sedentarios con el Otro, ah. Con la ayuda de sus hermanos: lo que quieren es desplumarla de lo lindo. Ella supuestamente lo sabía. La mujeres con frecuencia saben más de lo que uno cree, el problema es que también se les olvida más de lo que uno cree. Yo los había desenmascarado, lo habíamos comentado desde hacía, uta, añísimos: se lo demostré mil veces.

Pero en cuanto a la Una le hablan de la Otra, piensa el león que todos son de su condición, y atribuye al enemigo sus propias tácticas, bueno: pierde toda la razón, se vuelve una desquiciada: cada mujer desquiciada es todas las mujeres desquiciadas al mismo tiempo. ¡Alarma! ¡Pélate, cabrón!
TRES


* 11:17 am: En la oficina. Como hombre industrioso y diligente. Sereno: pretendiendo que no pasa nada. Hacer como que no pasa nada a ver si de veras no pasa nada. Y de pronto: Carmela al teléfono, histérica, aullando, chillando; hasta amenazando de muerte, la muy cinematográfica. Suelta la sopa. Que ya no me va a aguantar más. Que se va a vengar de todas, pero de todas. Que ya habló con no sé cuantos abogados (los infectos de Meyer y Farías, pues quién más); que ya me levantó no sé cuántas actas. Que nomás me avisa que me va a dar en toditita la madre. Que me van a entambar por el resto de mis días. Que yo soy el hombre más jijo que ha conocido en toda su vida. Que cómo le hice eso a ella, y a nuestros hijos. Que cómo he llegado a tanto. Que ella me sabe capaz de toda infamia, ¡pero de eso!, nunca se lo hubiera imaginado. Que ojalá me agarren pronto. Que ojalá me destripen en el camino.

Que no sabe por qué me llama. Que ella en el fondo por desgracia sigue siendo buena y humana, no como yo, desnaturalizado. Que está destrozada. Que no debía haberme llamado. Que no puede olvidar que también yo soy padre de sus hijos, aunque no los merezco. En mala hora. Que entonces, por última vez en toda su vida, lo jura, me salva el pellejo, aunque sea por un rato nada más: que las órdenes de aprehensión ya están dictadas, y que me cuide de sus hermanitos, que ya sé yo cuánto la quieren y cómo son de impulsivos, y cómo no van a dejar que yo le haga ¡eso! a ella. Que sus hermanos son como ella: cuando se trata de la familia no entienden razones. Bueno, que ahí andan tras de mí con sendos pistolones.

La cosa estaba cada vez más exagerada, muy sacada de toda dimensión, mi Capitán Coraje: pero yo sabía que en efecto, en efecto, no todos los papelitos estaban en orden, ¿no? Se me habían adelantado y yo llevaba todas las de perder, así por lo pronto. Y con toda la mala fe que me traían, sí podían armarme el irigote. No que los cuñados cabrones fueran unos angelitos, sí que buena parte de su odio se la debo a que no les dejé saquearnos como bandoleros del oeste: más pinches transas, pero transas a lo pendejo, transas que siempre terminan perdiendo hasta la camisa, que tu morigerado y cívico informante. Por el momento la cosa era que llevaban la ventaja. De modo que mi olfato de explorador me aconsejó llamar a Sánchez, resguardar cuanto papel pude juntar, por lo menos para llegar a defenderme con más armas a la Hora de la Verdad, ante los Tribunales, vivito y coleando y desde fuera de las rejas. Total que salí en una precipitada y poco elegante carrera, cargado de folders, ante el azoro de todo mi cuerpo de oficinistas.



* 12:30 pm: Me entero en el banco que todas las cuentas donde yo firmaba, aun las que no debería conocer Carmela, estaban suspendidas. Que seguramente se trataba de un error, que por favor tuviera la amabilidad de pasar al primer piso a hablar con el gerente.

"¡Pero claro, es un error"! exclamé indignado, y caminé unos diez metros como ejecutivo poderoso y sorprendido, dizque rumbo a la gerencia, pero más bien me escabullí entre el gentío que hacía cola frente a las cajas, gané la calle y sin mayor novedad que un breve desconcierto del policía de la entrada, que no había recibido órdenes a tiempo, en la segunda poco edificante escapada del día.



* 12:40 pm: En la escuela de los niños. Me le adelanto a la Carmela, madruguete por gandaya, ah. Avanzo con la tranquilidad de campeón rumbo al jaque mate. Llego con el cuento de que voy a recogerlos antes de la hora de salida, porque ha ocurrido una emergencia. Tengo que llevarlos a casa de los abuelos.

Pobrecita Carmela: estaba en el hospital. Nada grave, digo. a Dios gracias; sólo un buen susto, maestra. Bueno, al menos eso parecía. Tono rápido y perentorio. Así se manda, pendejas. La maestra Godínez muy comprensiva con este papá modelo. Señor Peña, siempre tan cooperativo, tan atento. Hasta alcancé a dedicarle un sentido guiño coquetón a la maestra Godínez. Ya rucona, pero con cierto atractivo de duraznito bigotón en conserva.

Y ya tenía a los tres enanos encima de mí, bien desmadrosos mis escuincles: salieron a papá, felices y excitados de que papá llegara antes de tiempo. Papá rompe las reglas. Querían ir a comer a Kentucky Fried Chicken. ¿Sí apá sí apá sí apá? Adonde quieran, enanos. ¡Yupiiiii! Hicimos todo un emotivo desfile de festividad familiar rumbo a la salida, yo con los tres hijos encima, como Santaclós.

Y ahí la catástrofe: Carmela también llegaba temprano. Mamá también rompe las reglas. Carota de película de terror. Aspavientos de Krakatoa, al este de Java. Gritaba. "¡Auxilio, que me los roba! ¡Me roban a mis hijos! ¡Socorro! ¡El degenerado". Y de repente se quedó en silencio, con la boca abierta, toda temblando, sin que le saliera el grito, supongo que de tanta rabia. El síncope de la rabia. Luego como un roquido: "¡Auxilio! ¡Se los lleva!".

En un santiamén se organizó un amenazador equipo de ogros maternales: unas chichicuilotas corrían tras de mí, desgreñadas o perdiendo sus pelucas. Otras gansas, enchuecando los tacones, tras de Pepón, que las esquivaba en su mejor estilo de futbol americano, qué le duraban, pinches viejas. Otras guajolotas puestas en barrera, protegiendo la puerta.

Todas las ventanas de las aulas llenas de escuincles, seguramente haciendo apuestas los cabrones. "¡Policía! ¡Auxilio! ¡Se los roba! Llamen a la patrulla". Y la maestra Godínez: "¡Pero señor Peña, señora Peña, niños Peña, familia Peña: ¿qué pasa aquí?". Y ya venían corriendo los prefectos y hasta los choferes de los camiones escolares. Pero no se vinieron de plano contra mí, porque Carmela, descalza, se me aventaba: "Déjenmelo a mí sola", como mastín. Ednita, capturada, iba pegando berridos en brazos de una avestruz descolorida con cara de código civil, como empastada en pergamino. Lino, el astuto Lino, de plano corrió a esconderse a un salón. Pobre Lino: con los apás uno nunca gana para vergüenzas.

¿Te cuento, oh mi Taimado Lector, la de las madres futboleras y prefectos cazadores, puro pinche juego sucio, que tuve que fintar, esquivar, taclear, saltar, derribar, hasta llegar a la calle?: mi tercera escapada indecorosa del día, entre gritos de "¡Al ladrón! ¡al robachicos!".

Evito minucias para evitar tus carcajadas. Me salvó ser conocido por todos: todavía minutos antes había sido el respetable señor Peña, papá de Pepón, Lino y Ednita; pero sobre todo la bien ganada fama de Carmela como una extravagante, vieja pesada que se sentía la mamá de los pollitos, bien mamona la señora Peña, porque de otra manera el equipo completo de mamás cacatúas y los zorros empleados del colegio, me lincha. Amás caníbales. "Ya le agarramos a los niños, debieron haber pensado: con su gandul entiéndase usted sola, señora Peña. Nosotras nomás miramos". Pero Carmela estaba despatarrada por ahí, faldas en la garganta, piernas de antena, gritando ya en su mejor apoteosis de ira verdulera. Verdularia perdularia en escuela parvularia. Y un taxi, el cuarto del día:

--¿Le pasó algo, señor? ¿Está usted bien?

--¡Nada, un puto perro rabioso, más bien una perra!

--¿Lo mordió? ¿Lo llevo a un hospital?

--Nomás sígase derecho.

--Pinches perros --dijo el taxista--, dicen en el radio que hay como diez millones en la ciudad... --y lo dejé ir perorando a su gusto sobre la inseguridad y la insalubridad públicas en el Destrito Federal, que no eran cosa nueva, desde que él se acordaba.




* 3:42 pm: Hablo por teléfono con mis padres, a San Luis Potosi. Aterrados. Que ya les llamó Carmela, y sus hermanos, y los suegros, todos con el grito en el cielo. "¡Pero Sergio, cómo has sido capaz!" Mi mamá, por supuesto, les creyó todo. En su opinión, yo debería estarle eternamente agradecido a Carmelita de haberme "sacado de la miseria". ¡Y ahora lo arruinaba todo por una Lagartona, una Horizontal, a la que le estaba regalando todo lo que le robaba a Carmelita! Que pensara en mis hijos, en el porvenir.

"¡Esas mujeres", y que por favor ya dejara el juego de una vez por todas, quería morir tranquila sabiendo que ya no tenía un hijo tahúr. Así era mi mamá, qué le voy a hacer, desde que yo era chico: cuando más la necesitaba de mi parte, la tenía enfrente, anotando con puro cañonazo contra mi propia portería. "Ante todo la justicia". Pero elegía ser justa precisamente cuando eran menos oportunos sus sermonsotes. Y que de paso --ya iba encarrerada-- dejara también el trago, y tanto gasto, si ella me había enseñado a ahorrativo: "¿Pues en qué te quemas el dinero, mijo?".

--El dinero que yo produzco, amá, la Carmela no mueve ni un dedo...

--Como sea, mijo, piensa en tus obligaciones; reflexiona, encomiéndate a la Milagrosa...

--Hasta luego, amá.

Ejemplares madres de familia. Luego por qué las dejan. Con razón siempre creen que las "lagartonas" tienen todo el poder y toda la magia que las revistas y las telenovelas les atribuyen. Si sus maridos de veras, de veras tuvieran agallas...

Papá nomás me dijo que me cuidara, ya está viejo, ya no permite que nadie lo moleste, que nada lo emboruque. Tiene razón. Con los achaques de salud bastan. Sabio él. Hasta se parece a ti, Valedor.



* 5:00 pm: Decido, caminando como tarado por el Parque México, no recurrir a ninguno de mis amigos habituales. No tengo amigos, concluyo: puros ojetes. Todos siempre de parte del que lleve las de ganar, o sea, ahorita, ella, me lo dijo Sánchez: casi todos tienen negocios con nosotros, o sea, pensarán, con ella, una vez que me "defenestre". Además, las amistades entre familias, entre matrimonios, no son amistades personales, ni a amistades llegan, son ojetadas.

Decido, además, por si se diera la eventualidad de una, ah, reconciliación, hacerme de puros amigos individuales, propios, que ni de vista, ni de oídas conozcan a mi mujer. Lo juro frente a la tetona de yeso aceitado de la fuente. Esperar que la Carmela enseñe sus cartas (a lo mejor ni sabe tanto, a lo mejor ni puede alegar tanto: "En estos casos todo es cuestión de detalles", sentenció el jurisconsultísimo Sánchez). A esconderme un rato, nada de abogados. Y yo de pendejo con poco efectivo en la cartera, pura pinche tarjeta de crédito.



* 6:00: Alquilo una recámara en la vieja casa de huéspedes donde vivió hace veinte años Esteban, Gutiérrez Espíndola Esteban, ese asno de Sonora que sólo hablaba de Acapulco, y cruzó invicto la universidad, sin acreditar ninguna materia, ¿te acuerdas? En la Colonia del Valle. "Aquí ni quién me encuentre", me dije, respirando con alivio, en mi nueva madriguera.



* DE LAS 11:00 pm en adelante: Me pongo hasta atrás en un antro de mala muerte del centro, al que entré por azar (buscando un antro que nunca hubiera conocido, del que ni siquiera hubiera oído hablar), llamado el Adis-a-Beba, por Regina.



* AL AMANECER: Con una putita muy fresquita, muy jovencita, algo madreadita (un moretón en la cara, unos raspones), en un hotel de paso.



PRIMER día en San Isidro. Inútil guardar distancias con mis compañeros de ruta: somos más que de llamar la atención. Los maricones de la casa verde. No acabamos todavía de bajar del coche, cuando ya salieron mujeres y niños de tres o cuatro casas humildes a saludarnos. Veo que Juanito es una especie de padrino de la cuadra.

--Los conozco a todos hace, uf, años, compré primero el terreno, en abonitos, me tardé, uf, añísimos, en construirla. La diseñé yo mismo, ¿te gusta, Peña?

Las señoras festejan mucho a Aníbal, les parece una estrella, no están acostumbradas a tratar muchachos tan bonitos, "hasta parece un santo", me cuenta Juanito que le dijeron alguna vez, un santo de cromo. No me extrañaría que Aníbal se pusiera a firmar autógrafos.

Es más que una cabaña: espaciosa, limpia (una vecina está al cargo), nomás cuestión de llenar la alberca. Me asumo como gorrón completo, sentado en el jardín con una cerveza, mientras el Jirafón y Rubén van a comprar comida. Me pongo a escribir --capturar-- estos apuntes en la computadora portátil, mientras va atardeciendo. Al archivo en que iré anotando este material, para tu ponderada reflexión, mi Severo Juez, le pongo de nombre: LIMBO.

Juanito se pasea por toda la casa, revisando hasta los ladrillos; supongo que, en efecto, durante muchos años construir esta casa de descanso fue su gran sueño. Nidito de amor, chalet de cuaderno para iluminar, señal de distinción, prueba de que había llegado a algo en la vida. Ahora ya ha logrado otras cosas: la revisa con satisfacción y nostalgia, como un sueño cumplido, pero ya cosa del pasado. Aníbal llega con un campesino, que también saluda muy familiarmente a "¡don! Juanito" y al rato escucho que está llenando la alberca.



JUGAMOS todos al turista, antes de cenar. Aníbal gana. Juanito, descaradamente, hace trampa para que Aníbal le vaya ganando, una a una, todas las gasolinerías.



DESPUÉS de cenar, se ponen todos (menos el Jirafón, desaparecido) a ver videos en la recámara de Juanito. Trajeron como cien videos. En mi cuarto tecleo, tecleo, diligentemente, no quiero que te pierdas ni uno solo de mis pensamientos, Viejo Cabrón. Llego hasta este punto. Buenas noches.



SEGUNDO día en San Isidro: Juanito me trae un clamatos con vodka, y se va corriendo tras su efebo, que porta una tanga minúscula, con todo el nalgatorio de fuera. Ignoro si el saludable clima del Estado Libre y Soberano de Morelos les enciende a tal grado la libido, o si los excita tenerme de testigo, de voyerista. Sospecho que el rol de macho, si todavía entre los putos hay el rol del macho, en estos tiempos ya no se sabe, le toca a Juanito. Nunca lo hubiera imaginado. ¿Las palomas se vuelven gavilanes con la edad? El principito le coquetea, lo llama, lo rechaza, lo seduce. Le pone unos besotes en mis narices. ¿Me quieren calentar?

Dos horas después. Aquí me tienes en el jardín, como si nada, compitiendo con Rubén en quién obtiene primero el bronceado perfecto. (El Jirafón se fue anoche a correr una parranda con los lugareños y duerme plácidamente la mona, me informa Aníbal: "Este Jirafón es tremendo"). Concluyo que son más bien inofensivos estos compañeros de ruta.

Rubén es un budista puto: las horas de las horas con el cuerpo "construido", bastante bien conservado para su edad, echadote al sol, en tranquilidad perfecta, sin que lo inmuten ni los mosquitos. ("Qué te crees, me tomé mi vitamina B-12"). Platico poco con Rubén: más bien me ignora. Quien nos viera a los dos ahorita nos tomaría por convalecientes o por monjes en traje de baño, más bien por huevones. Escuchamos los grititos de Aníbal, que ha sido acosado y sometido dentro de la casa, y pide auxilio entre carcajadas: "¡Me violan! ¡Me violan!". Hoy me ofrecí a hacer la comida. Rubén me vio entrar a la cocina con sarcasmo. "Este heterosexual en crisis, debió haber pensando, nos va a hacer puro arroz batido". Ese heterosexual en crisis resultó un gran chef, como sabes.



RETOMO la crónica de mi día difícil. Amanecer: con una putita en un hotel de paso [continuación].

Lo único con las borracheras, es que son como juegos de azar. Uno no sabe si va a salir odiando o queriendo, maldiciendo o suspirando por quién sabe qué cosa. A la mitad del pedo estuve a punto de ir a madrear a Carmela donde fuera, sacarla incluso por los pelos, de casa de sus padres. Ahora, metido con una puta casi niña, me dio por la nostalgia. Sus senos pequeñitos me recordaban ahora, bajo mis manos enternecidas por la adversidad y los tragos, los que debió haber tenido Carmela, hazme el cabrón favor, cuando era virgen: bueno, como los suponía, porque la conocí ya bastante experimentada.

La lamí lentamente, pensando en una Carmela quinceañera, virginal. La puta se sorprendió de este trato poco profesional, como de adolescente principiante que tiene la verga llena de sentimentalismos, y respiró hondo con fastidio, llamándose a paciencia, insensible. Ahora, dos décadas más tarde, después de tres hijos, ahora que todo había terminado y andaba de mi Enemiga Mortal, la estaba teniendo al fin, ideal, recobrando la juventud perdida, como para rehacerme de la pérdida.

La chica tenía unos raspones en la mejilla, huellas de un pleito reciente. Besé su herida. Ella protestó y se apartó decididamente. Pero la doblegué: no iba a dejar ir mi fantasía de borrachera, ahora más redonda y concreta que cualquier realidad. Y era mi derecho de cliente el hacerle el amor a mi manera, ¿no?, con la ternura que hacía un buen rato que ya no era tan frecuente con Carmela; regocijándome en esto como en una profanación de la propia Carmela, la actual, lejana y encrespada en su furia. Era como hacerle una trampa al destino, y convertir un acostón venal en un acto profundo, serio, juvenil.

Ella me dejaba hacer, recelosa de qué nuevas ocurrencias tendría ese loco. Bueno: el loco que le tocó la fatigó menos que un erotómano, pero me tomé mi tiempo, la desconcerté, la aburrí, todo en silencio, como un coito imaginario. Ella de pronto se volvió razonable: estaba cobrando por complacer, y cada cliente es un mundo, debió haber pensado. Ese ruco borracho y sentimental andaba con nostalgias de su juventud perdida. Debía estar solo como un culo, ese ruco sentimental.

Por lo pronto sintió cierta lástima, me fue devolviendo los besos con cierta ternura no del todo mal actuada. Imaginé que tales eran los besos que la putita hubiera querido darle, acaso, al padrote que le había lastimado la cara.
CUATRO


NO ES tanto la moralina, en sentido sexual, lo que me irrita de mis compañeros de ruta. Que cojan con quien quieran, por donde quieran. Lo que exaspera mis "prejuicios" (para Juanito, sólo los gays tienen ideas; los bugas puros prejuicios) es como cierta infancia, cierta adolescencia prolongada, enrarecida; siempre están jugando, siempre están haciéndose los escuincles, los cabrones. Nada toman en serio, todo a risa, a fiesta. Ahorita andan en competencia de nado sincronizado, Aníbal y Juanito por un lado, el Jirafón y Rubén por el otro, imitando a no sé qué nadadoras olímpicas de Hungría, o más bien, a las sirenas de un cuento de hadas; se sumergen, sacan al mismo tiempo la pierna izquierda, haciendo patita de ballet; luego la mano derecha, van para atrás, ora para delante: que el remolino, que la pirinola, que el arabesco para dama, que el arabesco para caballero, que el teléfono, que el caballito de mar, que el abulón coqueto; nunca van a crecer, los cabrones.

En la comida, Aníbal estuvo presumiendo del buen corazón de Juanito. Cómo había sacado a su madre de trabajar y le había puesto un departamento de sueño. Cómo ayudaba a todo el mundo, cómo el pueblo lo quería. Un total filántropo, ah: "Jugar a la caridad es fácil, pensé: a ver, cabrón, cría unos hijos, todo el tiempo, tiempo completo, durante veinte años, a ver si eres tan bueno en desvivirte por los demás", pensé. Y Juanito me debió haber leído el pensamiento, porque ya estaba hablando de que lo bueno de los putos era que no estaban esclavizados por lazos de sangre, que eran aves de presa y no gallinas domesticadas, que ellos inventaban cada día su familia entre puros extraños.

--Lo malo --se burló el Jirafón-- es que al rato ya siempre somos los mismos. Los extraños se vuelven invariablemente los mismos de siempre. Los invariables. Escasea la carne fresca, y cada quien se queda con su mismo grupito de amigos por los siglos de los siglos, como un grupo de tías, tejiendo calceta. Esta es la quinta navidad que pasamos juntos.

--Ni Sergio ni Aníbal estuvieron el año pasado --corrigió Juanito, muy serio, hasta como ofendido: la liberación gay es su religión y ahí sí no quiere irreverencias ni cismas.

--Ellos no cuentan --nos descartó el Jirafón--; pero lo que es nosotros ya olemos a velorio.

--En las cantinas no vas a encontrar nada serio --sentenció Aníbal, pudibundo como señorita: el sí que ligó cuarentón decente y próspero.

El Jirafón lo ignoró, y se levantó fuma que fuma, con tamañas gafas, con aburrimiento de erudito, a seguir leyendo su librote de cine junto a la alberca. Al rato estaba riéndose solo, frente al libro:

--Este Carlos Bonfil no tiene límite. Mira la de cosas que dice de Cantinflas --y se pone a leer en voz alta.



--LAS PERSPECTIVAS de la noche obran, uf, milagros con el Jirafón --dice Juanito.

Efectivamente: se levantó ajado y crudísimo, lleno de huesos largos, de pelos desordenados, de dientes protuberantes, de manos desproporcionadas, flaquísimo y venoso. Lo único relativamente bien construido de su cuerpo son las gafas. De un humor agrio, bisbiseando y riéndose amargamente de sí mismo. Los vientos del anochecer, sin embargo, lo reaniman. Va mejorando su figura, se ve menos grotesco.

--Hasta agarra cada aire de freak cinematográfico, de gangster en una película de sicópatas --añade Rubén, la Nenuca.

El Jirafón entonces descubre de pronto que sí se quiere a sí mismo, que sí quiere hacer algo --irse a la cantina, claro--, se baña meticulosamente, se arregla como para partir plaza, y sale pidiendo guerra, asombrosamente engalanado. --Lo que hace la verga --reflexioné, poniéndome a tono con las ironías y sarcasmos invariables de mis compañeros de ruta.

--¡Qué la verga, ni qué la verga! ¡El hocico! --terció Rubén--. Nomás va a platicar. Se los agarra analfabetos para deslumbrarlos. Les asesta conferencias de cinco horas sobre Ninón Sevilla o sobre Tin-Tan.

Carcajadas espasmódicas de Juanito. "Serás ave de presa, pero te ríes como las gallinas", pienso para mí. Cácara cácara cácara. Dan ganas de taparle el cencerro con un esparadrapo.

--De que agarra el micrófono, no lo suelta --concedió Aníbal.-- ¡Pobres borrachos!

--Hasta se lo cogen, con tal de que deje de hablar --añadió Rubén.

Y así siguieron horas, entre carcajadas. El Jirafón pasaba a ratos y escuchaba sus vituperios, a los que parecía más que acostumbrado.

--¡Perras! ¡Ya cambien de ladridos! ¡Siempre los mismos!

Y los compañeros de ruta más se revolcaban de risa. Ya no es gallináceo el cacareo de Juanito, es toda una guajolota con el cogote atragantado, que trata en vano de vomitar. Hasta se amorata. Cuarracácara cuarracárara cuarraácacara.

Puro pinche recreo con esta gente. Puro chiste. Puro teatro. Nadie en serio jamás, pensé con envidia y (sospecho) con carota avinagrada de gendarme.




* 7:30 am: Viajo en el metro --basta de taxis--, rumbo a mi clandestino cuarto en la casa de huéspedes. El vagón lleno. Frente a mí, un hombre de traje gris dormita plácidamente, de pie. Supongo --sigo con mis delirios de post-borrachera-- que el Hombre del Traje Gris se duerme en todos lados, hasta en el metro a las 7:30 am, aunque sea de pie, como los garzas, ah. Ahí parado y amontonado nomás se afloja, cuelga los labios, dormita. Entonces empiezan las apariciones.

Ahora que el Hombre del Traje Gris goza de sus bien plateadas canas, lo persiguen todo tipo de apariciones. Antes corría (pienso, mientras lo veo con tal cercanía que en un enfrenón podríamos chocar de narices) en pos de sueños elaborados, sin éxito. Hoy las apariciones lo alcanzan y lo acompañan a cada rato, sin que se tome siquiera el trabajo de proponérselas. Simplemente llegan, ocurren.

Ahí estaba otra vez (imagino) el Muchacho Desnudo, el más hermoso, el más tranquilo y el más amigable de cuantos el Hombre del Traje Gris hubiera visto alguna vez. Siempre era así, el Mejor Angel, aunque con frecuencia cambiaba de rostro y de cuerpo: a veces se reconocía con alguna claridad el anuncio publicitario o la portada de revista deportiva de donde provenía: "Ah, ahora te has puesto como X o como Z para visitarme", pensaría el viejo dentro de su sueño. Y el Angel Mejor le sonreía con toda belleza y amistad. El viejo lo veía sin temblor alguno, sin codicia, con toda tranquilidad, como si fuera su propio hijo, o él mismo, en su plenitud juvenil. Él mismo, pero nuevecito, se visita en su edad cansada: en sueños, comienza de nuevo su vida, tal vez.



* 7:32 am: Los demás pasajeros ven de reojo al Hombre del Traje Gris. No les parece correcto que un sesentón respetable dormite en el metro. Semejante personaje, vivo retrato del veterano ejemplar, tiene la obligación de dormir bien y a sus horas en su propia casa; que deje para los crápulas, o para los pobres, o para los chamacos ansiosos, el dón de maldormir en casa y la libertad de ir roncando en un vagón atiborrado del metro.

Advierto que se sospecha del Hombre del Traje Gris. A esa edad, con esa ropa, ese corte de pelo, esa afeitada impecable, semejantes zapatos, esos bigotes entrecanos tan bien cuidados, la fortuna y el puesto de jefe que seguramente tiene, ¿qué hace dormido en el metro? ¿por qué carece de coche propio? La gente siente algo difrazado, travestido en el Catrín Dormilón: un crápula con facha de decente, un joven maquillado de viejo, un pobre que se atilda como rico. Todos lo miran con desconfianza.

Sí: se trata de un crápula secreto, bajo su apariencia de hombre de éxito, y en sus desórdenes pierde el dinero, el vigor y el tiempo que debiera dedicar a su familia, ya con nietos, a sus deberes, a su propia dignidad; sí: es un pobretón pretencioso o embaucador que se las da de ejecutivo a ver a quién transa. ¿O? Lo peor es que en su sueño se expande, el cabrón, ocupa demasiado espacio en el vagón repleto, ahí va como flotando entre el gentío; ahora se recarga sobre un estudiante, ahora en mí, sonriendo feliz en el mero fondo de su sueño de rey de todo el mundo. El estudiante se harta y lo despierta de un codazo.

Y qué bueno que lo despiertan. Porque no duran mucho las agradables apariciones que le ocurren cuando dormita en el metro, ah; se le entremete en sus sueños de pronto cada fastidioso (voy imaginando: cuántas cosas se le ocurren a uno, cuando ve a un extraño dormir), cada inoportuno. Alguna vez, hasta un obispo, vociferando remordimientos... A su lado, el estudiante, todo olor a jabón y ansioso de llegar a la preparatoria a aprenderse un montón de fórmulas químicas, que olvidará al día siguiente del examen, se hace el disimulado, como si el del codazo hubiera sido yo, y mira digna e inexpresivamente hacia otra parte.

El hombre del Traje Gris me sonríe un poco, casi como pidiendo disculpa; pero también como si me reconociera, o como si todavía no se diera cuenta de que ha despertado, y me tomara por otra de sus apariciones... Había tenido una visita: su yo virginal, ahí perdurando en el fondo de su cerebro. ¿O el aparecido en realidad era yo mismo, un fantasma borracho, ah; el Cuarentón que también había sido alguna vez, que había querido ser? Ah cabrón, quieres ser el que se acaba de echar a esa puta tan jovencita, tan fresca. Llegaste tarde: si me hubieras soñado hace unas horas, te habría tocado la gran función.

Le contesto la sonrisa, como diciéndole: "A lo mejor quien está dormitando en el metro soy yo, y tú quien me visita: mi futuro me visita. Seré un viejo respetable alguna vez, calmado, sereno, a pesar de mis tribulaciones actuales. Llegaré a abuelo feliz, a anciano próspero, dentro de veinte años. Tú has llegado a darme ánimos, confianza: eres, Viejo del Final Feliz, mi aparición".

Hasta aquí mis desvaríos, mi Hombre Araña: la crónica de mis 24 horas de Importantes Acontecimientos.



NO SÉ descansar. Ni me relajo ni nada. Hoy me masturbé tres veces, como adolescente insomne, en vísperas de su examen final de biología.



¿A QUÉ diablos juegan Aníbal y Juanito? A coger, desde luego, pero eso no tiene misterio alguno, al menos para quien está fuera, quien los ve desde el tendido. Qué raro que para quien coge eso sea lo más misterioso del mundo, y para quien ve coger, lo más natural, hasta desagradable, hasta banal. (Dejan la puerta abierta de su recámara, es difícil no verlos retozando dos o tres veces al día; y también en el jardín, en la sala). ¿Pero a qué le tiran?

En Juanito es transparente, y además lo dice: por fin tiene un príncipe de clase media alta, bien comido, bien educado, todo le huele y le sabe a gente bonita, delicada. Juanito, el prófugo del Quinto Patio, el puto del barrio, se ganó a la princesa del cabello de oro. A Juanito se le nota todo el tiempo que se está atragantando de langosta, de salmón. Bien por ti, pinche Juanito, ya te tocaba: ¡Salud!

Es Aníbal el que inqueta, le da a uno pensamientos lúgubres, por lo menos si tienes la edad suficiente como para ser su padre. Un chamaco espectacular pero como roto por dentro, como sin cabeza, sin decisión. Desde fuera, como un esqueleto exterior, Juanito lo levanta, lo mueve, lo deja por ahí. Peor que una chica tonta. Y como una chica tonta, resplandece cuando el otro se ocupa de él, lo mima. Entonces Aníbal nos ve a todos, y al mundo en general, con lástima. Se vuelve un tirano lleno de dengues, de caprichos.

Cuando Aníbal está solo casi no platica, casi no hace nada: pone sus compacts a todo volumen. No le importa que el mismo compact se repita y se repita. Hoy que Juanito se despareció unas horas para arreglar no sé que negocios con los lugareños, repitió tres veces un disco de Miguel Bosé. Harto, pidiendo guerra, nomás fui y se lo apagué. Se dio cuenta que no había música hasta después de veinte minutos.

--¿Qué onda, Sergio, no te pasa Miguel Bosé?

Rubén me va ganando la competencia del bronceado perfecto. Yo nomás me quemé a lo pendejo. Tengo los tobillos hinchados.

--¿Y tu familia qué onda, Aníbal? --le pregunto paternalmente--. ¿Y la escuela?

--Puros ojetes --contesta, entorna los ojos, como desconectándose del mundo hasta que Juanito regrese.



TERCER día en San Isidro. A cada rato Aníbal intenta echarle un ojo a la pantalla de la computadora portátil.

--¿Estás escribiendo tu confesión general? ¿Tu testamento espiritual, tus apuntes para tus hijos?

No se atreve a insistir, ante mi cara de impasible lobo feroz en potencia, detrás de mis lentes negros:

--Ay pero si estos motos, nomás fuman y se apendejan, qué bostezo --Aníbal ni fuma ni quema, y se molesta mucho de que Juanito lo haga: "Papi, ¿no ves que estás perjudicando tu salud?".

El Jirafón, para variar, durmiendo la cruda. Rubén y yo pasamos las horas solos en el jardín, en la búsqueda del bronceado perfecto.



LO PRIMERO que nos alió a Rubén y a mí (después, claro, de la edad) fue la mota, desde luego, y cierto cansancio, o por lo menos las ganas de estar lo más tranquilos posible, como con gran necesidad de pensar.

Precisamente para ayudarme a pensar, oh mi Angel de la Guarda, inicié este pormenorizado informe, a ver si algún día llego a comprenderme yo mismo. Ya tú me comprenderás. Espero que ilustre tu veterano conocimiento del mundo. O las ganas de no pensar. No pensar en nada. Pura calma y silencio.

Rubén es más claro: él ya no quiere pensar mucho. Curiosa su cara de macho artificial, tan artificial su travestismo de Tarzán como las mujersotas imponentes en que se convierten las vestidas; por más que el corte de pelo, los bigotes a la Pedro Armendáriz y la sombra verdosa de la barba en las quijadas pronunciadas, sugieran a primera vista a un charro del cine nacional; algo tienen de acerado y frágil, como una máscara de plástico --o de cera, o de porcelana-- que en cualquier momento dejará ver el rostro aniñado y melindroso que se oculta tras ella.

No tiene muchas cosas en qué pensar, dice Rubén con aires desengañados de puta melancólica que se jubila. Hay que decidirse a dejarse vivir. Arriba, el viento va empujando unas nubes borregonas, que arrastran su sombra sobre el agua de la alberca y el pasto del jardín. Decidirse a "aceptar las contribuciones del azar" --sí, claro: todo bucólico: graznan los zanates en las jacarandas y en los flamboyanes de las casas vecinas, que arrojan parte de su follaje sobre la nuestra.

Una lagartija atarantada corre hacia el borde de la alberca, huyendo de no sé que diminuto peligro entre los matorrales: pendeja, ahí toda espantada, toda evidente, ni modo que se mimetice en azulejo o en charco, ah: ¿cómo se verá una lagartija que quisiera hacerse pasar por azulejo? Ahí está Rubén, todo encueradote y brillante de bronceador, bien avanzado en su peregrinación hacia el bronceado perfecto, pero más bien como decidido a pasarse la vida durmiendo y a aceptar las contribuciones de la hueva.

Rubén trabaja como calculista en una inmobiliaria: "un trabajo tan bueno o tan malo como cualquier otro", dice, y que ya lo aprendió a desempeñar con una especie de sonambulismo: de tal a tal hora, un Eficiente Economista Interior se posesiona de él sin mayor violencia --todo él traje y corbata y listas impecables de cifras--, y también sin forzarlo, lo deja libre, como quien cambia de piel o de cerebro o de vísceras, al terminar la jornada: un tanto apaleado físicamente, pero intocado, ansiando ir al gimnasio.

Ahí, en cambio, dentro de los grandes espejos, entre los aparatos y las pesas y las barras reflejadas, y los cuerpos de los demás deportistas tambien sumergidos en el agua de los espejos, como en un mundo cristalino, irreal, esmerándose en la perfección (o al menos, la correción) física, y la salud, pasan las mejores dos horas de su día, como un sueño dentro de un estanque inmóvil, supongo; él lo dice: "sus únicas verdaderas horas del día".

--Es como una oración, una plegaria física, corporal: la oración del hombre moderno, un nuevo ascetismo --recita Rubén su justificación pre-elaborada--: como los ermitaños o los monjes más austeros se esconden en el culo del mundo, para que todos se olviden de ellos, como si jamás hubieran existido, como si jamás los hubiera conocido nadie, y se abstraen y oran y meditan, o como los budistas...

Me imaginé a san Charles Atlas, a san Jorge Rivero, a san Sylvester Stallone, a san Arnold Schwarzenegger, en sus espejos de gimnasio, como en nichos de una catedral. Al rato volvió la Nenuca con lo mismo, espiándome desde el rabillo del ojo, a ver si me tragaba su teoría:

--El ejercicio: una nueva forma de santidad, o al menos de serenidad, si quieres. De ahí sales con una sensación de haber sido perdonado y limpiado (o de haberte tú mismo limpiado, redimido, al menos por ese día), tanto externa como internamente: sales hecho un Hombre Nuevo, capaz de llegar a tu casa y de dormirte enseguida y hasta al amanecer, como un bebé, liberado por fin del stress, de la angustia.

Rubén, nuevo san Antonio contra los diablos del stress y de la angustia.


SOSPECHO que quien nos vea aquí, tirados como iguanas las horas de las horas, pacíficamente, hablando sólo a ratos, nos tomará por una pareja gay bien avenida, tan bien avenida como un ortodoxo matrimonio, un matrimonio de rotarios: una de esas parejas ejemplares que llegan a compenetrarse tanto, a identificarse tanto, que hasta dejan de ser amantes e incluso seres diferenciados, y se convierten en tan sólo dos vaciados del mismo molde: idénticos; cada cual el duplicado perfecto del otro; ya no necesitan ni tocarse, simplemente se miran uno al otro como al espejo, y piensan: "No estoy solo, ahí está mi otro", y continúan inmóviles: ya sin codicia ni apetitos, ya sin miedo, ya sin nada: nomás miran pasar el tiempo.

CINCO



TE DIRÉ que al principio tuve mis recelos. Uno nunca sabe qué armas se gastan estos tipos. Por un lado, ahí está Rubén todo pacífico y echadote, muy allá del Otro Lado, muy dentro de su pedo, como si mi presencia le importara madres. Pero por el otro lado --el otro lado de Rubén, ah--, todo el tiempo me anda paseando sus nalgas y sus huevotes ("Te molesta que me quite un ratito la tanga? Siempre que venimos aquí me tuesto todo encuerado. Total, aquí ni quien nos vea"; "No, llégale, a mí ni en cuenta, como quieras"), como en pasarela de body-building, y se frota la cintura y los muslos con las manos, para que vea yo (pues quién más, ni modo que los zanates), que en todo está calificando con 10, todo en su sitio, nada de grasa, todo un cuero Rubén, poniéndose así sin más al alcance de la mano. Ya sé que los putos se quejan de que los machos crean que quieren todo el tiempo con cualquiera, ¿no?, pero la verdad es que a veces sí parece que los putos todo el tiempo sí andan queriendo cualquier cosa con cualquiera. Yo me parapeto tras mis lentes negros.

Bueno, me siento un tanto ridículo cuando pienso esto, como que me estoy poniendo demasiado pronto el saco, a lo mejor él ni en cuenta, pura obsesión machista mía; total, si Rubén está caliente, ¿por qué no se va con el Jirafón, en la noche, a las cervecerías y cantinas de los alrededores, a conseguirse un peón tropical que admire su belleza, ah? Total, pasa el tiempo y Rubén no me molesta ni nada, tan sólo a la menor provocación se pone como en pose (o eso me imagino), exhibe su carnicería --suaderos y aguayones-- con pasitos de concursante ("¿Se te antoja un refresco, una cerveza?"), y pues entonces como que dejo de sentir pasos, y me pongo a ver cómo el viento empuja las nubes borregonas y cómo graznan los zanates en las jacarandas y en los flamboyanes. Ahí cada cual su onda, ¿no? Ni que fueran las primeras nalgas y bolas peludas que viera en mi vida. A lo mejor eso de andar posando, luciéndose, contoneándose, ya se le volvió un tic, que lo hace incluso cuando está solo, y la Nenuca sólo es una coqueta involuntaria.



RUBÉN me preguntó desde el primer día que qué diablos me pasaba. Me aconsejó que me alivianara, que cada minuto de la vida era demasiado importante como para sacrificarlo a las telarañas de la mente, de la memoria, de las ambiciones, de los remordimientos. Entonces Rubén me sacó de quicio, era como una tía solterona, toda eficacia y recetas para cualquier situación del universo, pero agria y sobrante, ahí en su dorada inmovilidad, en su dorada desgana. Esas tías a las que de chico uno tiene ganas de echarles mierda en los bolsillos del delantal, o entre las sábanas, para que por un momento se den cuenta de que viven aquí en la tierra.

Rubén afirma que había que empezar cada día como si todo fuera nuevo, y si fuera posible, así empezar cada hora, cada minuto. Sin andar cargando con el pasado ni con los proyectos del futuro como fardos. Ir ganando y perdiendo prendas. Un pasado desechable. Un futuro negado.

--Vale madres el pinche futuro. ¿A ver, dónde está, a ver? Pura puñeta mental, hombre. Descansa, nada, come, duerme, como un animal concreto; nada vale tanto la pena como para sacrificarle un buen rato, nomás preocupándose a lo pendejo.



--MIRA --me dice Rubén, cuando finalmente le doy una versión abreviadísima de mi bronca, nomás para que no siga chingando--, el mejor ejercicio mental que se puede tener frente a la adversidad es la distancia. Hacer como que nada te toca. Todo muy lejos. Todo ni te importa: tu acá, muy acá, nada te alcanza. Pretender que todo ya pasó, que todo, cualquier cosa, lo peor, lo que más te duela, ya fue olvidado --los zanates graznan, pájaros del olvido, en ayuda de Rubén--. Primero cuesta un poco de trabajo pretenderlo, pero luego uno se acostumbra, y lo que nomás estabas pretendiendo se vuelve la realidad. Entonces de pronto piensas: ¿Y para qué tanto irigote? ¿Que algo se perdió? ¡Pues se perdió y ya, lo que sea! ¿Que algo muy codiciado nunca llegó? ¡Pues no llegó y ya, no me afecta! Yo así le hago, defiendo mi tranquilidad, no dejo que me toque la angustia, para nada.

--No mames, pinche baquetón --le digo, exasperado, a esa especie de Tía Honoraria Absoluta--, ¿tú qué sabes de problemas, ah? No tienes hijos ni responsabilidades. Ni ambiciones: verdaderas ambiciones. A ver, ¿qué ambiciones tienes, culero? ¿Qué le exiges a la vida, carajo? Pinche parasitote de la vida. Ahí tu ropa, tu limpieza, tu salud, tus pesas, tu bronceador; ahí tus pinches pellejotes muy acá. Y el mundo lejos, lejísimos de ti. Más bien estás como muerto, cabrón; como un muñecote bien mamón --lo mamado no quita lo mamón, pensé--, bien desganado y bien inútil. Una momia de muñeco. Muñeco de solterona, en vitrina. Ahí flotando invisible y sobrante, lejos de los vivos.

Apenas estoy acabando de responderle esto (él empezó de metiche: "¿Pero qué te pasa, cabrón? ¡Aliviánate!", yo ni lo pelaba), cuando lo tengo ora sí que sobre mí. Primero se lleva, anda de bocón, mariquita, y luego no se aguanta cuando uno le responde como se merece, ¿no?; pinche corpachón de gimnasio, los ojos ora sí echando furia, las venas saltonas en la sienes, forcejeando, sofocándome.

Si Aníbal se asoma a su ventana del segundo piso, va a creer que Rubén me intenta violar, ahí encueradote, las piernas al aire, queriéndome someter, torciéndome los brazos. Me tira de la hamaca.

Pero no, el cabrón nomás me quiere hacer no sé qué llave de luchas, para obligarme a tragarme mis palabras, y pedirle perdón. "No entiendes nada, pendejo. No sabes nada", me grita. Podría someterme: es más fuerte y más corpulento, está mejor entrenado que yo; pero también está chillando a borbotones, con hipo ("No sabes nada, no sabes nada"), como si estuviera borracho, como puerco en matadero ("No entiendes nada, no sabes nada"), como borracho perdido y sin una sola copa, nada más borrachísimo de ira y de sentimiento; y pues así, no me cuesta gran trabajo quitármelo de encima con un rodillazo directito al mentón. "¡Mocos, cabrón, por puto, por culero!" Ahora lo tengo debajo, en el piso, mi rodillota bien clavada en su panza velludota, y metódicamente intento pararle la histeria a cachetadas.

--¿Qué te pasa, cabrón? ¡Tranquilo, te digo! ¿Estás loco o qué? ¡Qué te pasa, hijo de la chingada! ¡Tranquilo!


LO DEJO pararse, ya sangrando de la nariz. Y berreando peor que antes. Se avienta de inmediato a la alberca. La recorre una y otra vez como enajenado. Una y otra vez, sistemáticamente. Con furia. Finalmente se calma. Sale tiritando bajo un solazo tropical de mediodía, como si estuviera en el polo. Va a la mesita de los tragos y se empina así, glugluteando, un buen fajo de tequila. Cuatro o cinco tragos al hilo como si fueran leche.

--Ok. ok. No hay fijón, pero no te vuelvas a meter conmigo --me dijo el cabrón, amenazándome, como si él hubiera ganado la bronca.

Se aparta, todo digno, a una especie de rincón, bajo un flamboyán, donde hay un columpio. Se pone a columpiarse suavecito, impulsándose con los pies, consolándose entre dientes, resoplando, apapachándose con no sé qué bisbiseos, tragándose sus últimos hipos y sollozos.



SALGO a dar una vuelta un rato, por las calles polvosas y llenas de perros de San Isidro. La naturaleza en su esplendor y todas las casas, ¡puta miseria!, pero incluso las no tan pobres, como tambotes de basura entre la vegetación: torpes, mal hechas, al ahí se va, casi ninguna está correctamente terminada, sucias hasta en la fachada, cómo estarán dentro.

Me indigno contra mis compañeros de ruta. Planeo largarme al instante, nomás subirme a un camión y ya. Pinches putos: por más modernos que se digan, y más liberación y zarandajas, luego luego, pero a la menor oportunidad, les sale su verdadera personalidad de niñas babosas. Para qué se meten si no se aguantan. Bueno: "Que no sea para tanto, me dije: a todo el universo le andas echando bronca en estos momentos."



CUANDO regresé, apenas una hora más tarde, ¡qué espectáculo! Ahí estaba el dizque sobrio, el dizque tranquilo Rubén todo dizque salud y fibra, con un pedo instantáneo, pero de aquéllos, contando su vida de pe a pa, como la Gran Tragedia del Mundo. Los ojos bien colorados y un chorreadero de lágrimas.

Pensé que todos se me iban a lanzar en contra, que me iban a linchar. Yo el cabrón, el hetero, el aguafiestas, nomás había venido a chingarlos. Me iban a salir con que pobrecito del Rubén. Si con nadie se metía. Si nomás pedía que todo mundo lo dejara en paz. Y aquí estaba el gorrón intruso, el Buga Gandaya, rompiéndolo, lastimándolo, dejándolo hecho un mar de mocos y lágrimas.



DE SU enmarañado y entrecortado relato pude sacar en limpio que hacía dos o tres años Rubén había sido un hombre bien diferente. Todo aventado y ligador, un vaquero de medianoche que cruzaba sin despeinarse por los antros más sórdidos y peligrosos de la capital, y siempre salía con su piezota de trofeo. ¡Cada cuerazo! Se había pasado por las armas, decía, a todo lo mejorcito de la noche capitalina. Vi desfilar contingentes de futbolistas a quienes Rubén les había roto el corazón.

Pero él sólo una vez con cada cual; dos ya era matrimonio; tres, putrefacción. Y él dejaba los matrimonios para los débiles, para los putos mustios que parodiaban como monos la vida heterosexual, que jugaban a ora tú vas a ser el marido y yo la esposa. Entre hombres no había bodas ni parejas, puros cuates, puras aventuras entre extraños, puros Blade Runners, en puras noches únicas. Nada de corre video-tape.

¡Y cuántos chavos cuerísimos, ricos, listos, le habían suplicado! Lloraba sin parar el Rubén, hecho una verdadera Nenuca, compadeciendo a los seducidos y abandonados, ora sí que qué pena le daban los abandonados, que amaron los pobres si jamás ser amados. Su rostro tembloroso, congestionado, rojísimo, parecía una caricatura tremendista de su sanota y perfecta cara habitual, con la que salía partiendo plaza de los baños de vapor; ahora estaba revuelta, llena de arrugas, bolsas y sacudimientos convulsivos.

Y entonces, decía Rubén, le llegó el demonio. El demonio de la venganza. Tal vez por lo mucho que había hecho sufrir a los muchachos que se habían enamorado de él. Un día así, de repente, como si no fuera él mismo, empezó a pensar que ya debía sentar cabeza. O sea, empezó a pensar todo lo contrario que antes, por años, se había traído entre ceja y ceja; como si alguien, un otro, no él, sino su opuesto, su Enemigo, se le hubiera metido hasta el cuartel general de sus sesos, y lo hubiera volteado todito al revés.

Y por más que Rubén se negaba, y que decía: "Qué putas babosadas se me están ocurriendo", pues dale y dale que se sorprendía pensando, al ver a este chico, o a aquél, con que a lo mejor alguno de tales zutanos era el suyo, el Unico, que le estaba destinado, el Para Siempre, o al menos el Para Muchísimo Tiempo.

Entonces se reprendía a sí mismo: "Qué putas babosadas se te están ocurriendo, Rubén". (Él siempre se refería a sí mismo como Rubén, no como la Nenuca, que era como le decían los cabrones de sus amigos, precisamente para burlarse de sus pretensiones de supervirilidad; Nenuca, por más que él solamente usara bototas de ganadero, mezclilla, chamarras de cuero, camisetas rotas bien arremangadas para lucir el bíceps tatuado con una cabeza de dragón, y una arracada gitana en la oreja derecha). Entonces se regañaba a sí mismo: "No mames: qué putas babosadas se te están ocurriendo".

Y ese pensamiento tenaz, fijo, clavadísimo, no admitía crítica ni censura. Por eso cree Rubén que debió haber sido el diablo, el diablo de la venganza, porque además, para adueñarse de él y cambiarlo: convertirlo en lo opuesto a lo que siempre había sido, lo que siempre había querido ser, urdió el Enemigo una estratagema: "Tú no necesitas cónyuge, Rubén, eso es sólo para locas, pero tú necesitas un hermano, un Hermano Cogelón para toda tu vida, sanito de cuerpo y alma, no maleado, no frívolo como todos los demás, ahora que ya pasas de los 35 años y ya te aburre tanto chamaquito menso, tanto escuinclito mediocrón".

Rubén se imaginaba un pacto viril, como pensaba que habían sido los grandes amantes espartanos, los chacs, los vikingos. Entonces le dio por imaginar que ese hermano que le estaba destinado podía ser alguno de esos chicos que había abandonado, sin reconocerlo, perdiéndolo para siempre; o un muchacho futuro, casi virginal, todavía oliendo a las manos de mamá, de esos que encontraba todos temblorosos, atreviéndose a sus primeras hazañas nocturnas; chicos tan inexpertos y maleables todavía, que los podía convertir uno prácticamente en lo que uno quisiera, y claro, como en el pinche medio sólo abundaban los pendejos y los cabrones, pues rapidito los convertían en pendejos y cabrones, escuinclitos gandayitas, locas frívolas y ya. A los nuevos chicos así que conociera, se descubrió prometiéndose a sí mismo, los trataría mejor, con más cuidado, con responsabilidad de adulto; y si alguno era el suyo, lo sabría: dentro de su corazón habría de saberlo.



ERA claro que Rubén nunca les había contado a sus amigos nada de eso. El Jirafón me veía con ojos de rabia, pero sobre todo de azoro, sin saber todavía qué había pasado, qué le había hecho yo a la Nenuca para que estuviera así. Juanito quería calmarlo:

--Cuenta sólo lo que quieras, no tienes por qué darnos ninguna explicación a nadie... Te queremos harto, Rubén, calma, calma...

Juanito me miró con simpatía, como diciéndome: No te preocupes, no fuiste tú, nadie tiene la culpa de nada, son cosas que pasan. Me apenó un poco que el Juanito me tuviera tanta confianza: más bien podría ser uno de los que de gandaya no me bajan.

Pero Rubén no quería calmarse, para nada; tenía agarrada la botella de tequila como biberón, y seguía con los grandes tragos. Todo había comenzado por el alcohol, él, que casi nunca bebía. Pero aquella vez se trataba de una celebración de la oficina, y había que disimular con los compañeros y los jefes (si saben que uno es puto te corren de inmediato: todo puto es traicionero y no guarda ningún secreto y hace fraudes, dicen, o se deja chantajear, o se clava la lana; nadie quiere de compañero o de subordinado a un puto); entonces él tenía que estar ahí muy machín, que el futbol, y que el coqueteo con las secres, y los brindis con palmadotas en la espalda entre los compañeros.

La comida se terminó a media tarde, y él se sentía tan mal del alcohol, tan con el estómago revuelto y los movimientos torpes, que ni siquiera fue al gimnasio, sino a su casa: a vomitar. Luego se durmió profundamente. Se despertó a medianoche, pero como si estuviera más borracho de como se había acostado: presa de tal malestar nervioso, como ansiedad, que no quiso pasar la madrugada solo, encerrado, en su departamento, desesperado entre las sábanas, y decidió largarse a un bar, nomás a ver, a tomar puro tehuacán, mientras se le pasaba la borrachera.

Y ahí lo vio, a César, en Le Baron. Un muchacho delgado y pulcro con el que ya había platicado alguna vez. Daba una sensación de extrema limpidez en toda su persona, y de tranquilidad, una como nobleza fundamental, silenciosa y espontánea. No le gustaba mucho el trago, un whisky le duraba horas en la mano. Pero miraba con buen humor, sin ironía, hasta con cordialidad, los desfiguros y excesos de los borrachos del bar, que ya andaban tropezándose en la pista de baile, y asaltándose unos a otros en bola, por los pasillos, como billar loco, con trilladas y trastabilladas declaraciones de amor salvaje.

La otra ocasión que habían conversado, ese chico, César, le había parecido más bien mamón: que se vendía demasiado caro. Habían hablado de cualquier cosa, se habían abrazado un poco, dos o tres besos, pero César no parecía tener prisa ni entusiasmo por irse a acostar con Rubén, como si viviera en un tiempo lentísimo. Como si pudiera esperar todo el tiempo del mundo. "Se está haciendo el difícil, el chico de oro", pensó Rubén, un tanto mordido en su erotismo, pero más bien medio herido en su vanidad. Si a quien siempre lo perseguían era a él. Decidió castigarlo un poco: se despidió sorpresivamente, para que viera el cabrón lo que se perdía por vivir en cámara lenta. Pero César aceptó la despedida con toda cordialidad:

--Ahí nos vemos, en el rol --dijo Rubén.

--Ahí la vemos --dijo César.

Pasaron meses antes que Rubén volviera a verlo.



ESTA segunda vez Rubén no lo dejó ir. Esperaron casi a que cerrara el bar. Salieron conversando quitados de la pena, como dos viejos amigos. Caminaron largas cuadras de Insurgentes. Sin mayores negociaciones se fueron a un hotel próximo. Rubén hizo gala esa noche de sus mejores ternuras y destrezas amatorias, y fue correspondido. Vivieron seis o siete tres meses en ambas casas, pero sobre todo en el paraíso solitario de un departamentito silencioso, semioscuro y húmedo, ordenadísimo, lleno de plantas: la casa de César.

Rubén lo trató como jamás había tratado a otro muchacho. Se sentía enamorado, complacido, en las nubes. El amor podía ser todavía mejor que el gimnasio. Todo checaba entre ellos. Decidieron vivir juntos a las pocas semanas. César era un estudiante de agronomía, de Veracruz; serio, cuidadoso, diligente, calladísimo. Pero se desdoblaba a solas con Rubén, aparecía el cariñoso, el cogelonsísimo, el que con suaves palabras salía con cada reflexión anarquista, pero de las radicales, que le entiesan a uno la panza.



"AHORA resulta, pensé, que vamos a formar un club de corazones rotos. Nomás nos falta una fotografía de grupo".



Y DE repente, un sábado, César no quiso levantarse de la cama, ni conversar, ni nada. "Es sólo un dolor de cabeza, déjame en paz", le dijo, y se envolvió por completo en las mantas. "¡Déjame solo!", dijo otra vez, cuando Rubén quiso darle una aspirina. Luego que finalmente desapareció el dolor, César no quiso hablar, ni levantarse; se quedó ese día y el siguiente, callado, en casa. Sólo veía televisión: cantantes, especialmente el video de Luis Miguel, "Cuando calienta el sol".

Llevado por los presentimientos, esa noche, cuando César dormía un sueño pesado, Rubén registró la gran maleta del clóset, donde supuestamente no estaban sino recuerdos, libros y cuadernos escolares de años anteriores. Se encontró, escondidos en folders y bolsillos de viejas camisas, varios frascos de extrañas medicinas --no sabía que César tomara ninguna, más bien se declaraba enemigo de los fármacos, "casi" vegetariano, y simpatizante de la homeopatía--; y debajo del forro de la maleta, varias radiografías, sobre todo del cráneo. Rubén volvió silenciosamente a ponerlo todo en su lugar.

Supo que César le mentía. Su hermano perfecto tenía un terrible secreto: alguna enfermedad; indagó entre amigos la función de las medicinas: algunas eran sedantes, de los más poderosos que había en el mercado; otras servían para que las arterias escleróticas se destaparan, o algo así. ¡Pero esas medicinas en un chico sanísimo de veintidós años!

--Cada quien tiene la edad de sus arterias --le dijo un amigo médico--. Hay que examinar esas radiografías.

Pero cuando Rubén las buscó de nuevo en la maleta, habían desaparecido, junto con las medicinas. César andaba callado, irritable; no era el momento de enfrentarlo, ni de remover toda la casa para encontrarlas.

Estábamos en lo más triste y solemne del relato. Rubén, ora sí que la Nenuca, seguía llorando, pero ahora mansamente, ahora fatigado, conmovido él mismo de sus propias palabras, cuando se oyeron unos gritos. Era Melba, la gran amiga del Jirafón.

--¿Dónde están, putos?
SEIS



DIOS castiga a quienes quiere condenar, atendiendo, complaciendo sus demandas, dice la Biblia. Con Carmela y conmigo el Señor fue más que complaciente, ah. Oh mi Juez Imparcial, ¿recuerdas a esos dos jovencitos que creyeron alguna vez, en Valle de Bravo, haber encontrado la llave mágica de todos sus problemas? Después de haber bebido y fornicado y platicado en demasía, se pasaron de listos, creyeron que se estaban comiendo el mundo y se comprometieron en matrimonio.

Eran los años en que muchos jóvenes, sobre todo los universitarios, nos permitíamos casi todo. Eramos una generación sin miedo a los prejuicios, ni a la religión, ni a las enfermedades, ni a los embarazos. A mí sólo me faltaba fortuna, sin ella tenía que esclavizarme de oficinista; a Carmela sólo le faltaba un marido, sin él tenía que seguir de bebita en el hogar puritano.

Digamos para simplificar que Carmela quería la Vida, yo la Prosperidad. Bueno, los dos queríamos las dos cosas, lo queríamos todo. Era una niña rica de sedoso pelo negro, largo, y graciosa cara lavada de mascotita, de niña exploradora, que buscaba salvoconducto y compañía para experimentarlo todo. Yo un clasemedieron pobretón, de pésimo traje Macazaga (2 trajes por el precio de 1), harto de mi trabajo de empleado de banco, en las mañanas, buscando el futuro en la universidad por las tardes, en busca de aliados para saltar al éxito. Porque tú sabes que en este país nunca se prospera a la buena, sino con ganzúas. Yo andaba buscando mis ganzúas, ¿pues dónde más? En la universidad.

Carmela y yo andábamos en la misma banda, sin pelarnos: íbamos y veníamos a fiestas en las noches y a paseos los fines de semana, sin que ninguno considerara al otro particularmente atractivo: simples conocidos y ya: hola, chao, qué onda, ¿vas a ir al reventón de tal?, ¿vas a ir a la excursión de las Lagunas de Cempoala?, con amigos comunes, cafeterías comunes, cineclubes comunes, en esos años en que dizque no importaba tanto la clase social entre estudiantes, ése era nuestro snobismo: importaba nada más la juventud, nos hacíamos igualitarios entre compañeros de escuela, hasta que ocurrió mi mala conducta con Normita, en las Lagunas de Cempoala.

De pronto, después de tanto tiempo perdido tras parejas ideales, en dos o tres días Carmela y yo ya andábamos unidos por expeditos, por aventados. Nos complementábamos a lo espontáneo. Complementarios instamatic. Nos poníamos de acuerdo rapidito, casi sin hablar. Nos hicimos amantes sin el demorado trámite del noviazgo, y seguimos tratándonos siempre con algo de rudeza, con cierta franqueza de gente no comprometida; al fin nunca habíamos tenido que darnos uno al otro una imagen dulcificada de nosotros mismos.

--Bueno, al menos he conocido a alguien que dice la verdad, se supone --me dijo Carmela en plenas Lagunas de Cempoala, un tanto excitada ante la perspectiva de un ligue en seco, sin preámbulos románticos.

Ya era algo: generalmente me sentía menos ante las muchachas que eran como ella, y sus juniors compinches, con mi ropa corriente y mi cara, que les parecía un tanto "étnica", es decir, aztecoide, lo que no era demasiado favorable, ni aun entonces, que estaba de moda Carlos Castaneda; pero ahí andaba la Carmela toda retadora y crecidota de andar con un pelado, un étnico, ella que se las daba de heroína de película francesa, de la Nouvelle Vague.



EN VALLE de Bravo, aquella madrugada. Yo me había ufanado de algo así como que quería dinero y una carrera y ya. Los amorcitos y los romanticismos y todas las puñetas al aire más bien estorbaban a quien no tenía su familia con los millones en el banco, ni todas las relaciones del mundo para hacerlo progresar. Yo a lo particular, a lo sólido, a lo concreto. Ya había advertido que ciertas insolencias semiproletarias no carecían de atractivo para la fina Carmela, tremenda la Carmela, heredera de una cadena de farmacias que hasta se anunciaban en la televisión, entre otros negocios familiares.

--Pues yo creo que salí medio descocada, medio puta --se ufanó ella, como para corresponder--; toda mi vida ha sido estable, ordenada; qué aburrimiento seguir así por el resto de mi vida, hasta que me muera bostezando de vieja en una jaula del zoológico.

Lo que era notoriamente falso: tenía fama de destrampada y de caliente en todos los corrillos de la universidad. No me habría extrañado que saliera con que sufría una pasión incestuosa, o necrofílica, o zoofílica, ni que sólo tuviera orgasmos con los hombres lobo, ni que deseara servirle de soldadera a un guerrillero, a un fedayín. Así eran las heroínas del cine francés en los dorados años de Patty Hearst.

Escandalizamos un poco a nuestros compañeros, cuando se enteraron de que cada quien conocía y aceptaba las correrías del otro. Ora sí que nos estábamos pasando.

--Te está viendo la cara de pendejo, mano; te toma de puro raspa y no te respeta pero de plano para nada --me decían.

--Ah, no me importa; es que yo no soy celoso --contestaba, poniendo perfil de venusino o de marciano.

--Ni que fuera mi marido --les gritaba ella a sus amigas chismosas, cuando le iban con la noticia de que su "ligue antropológico" andaba prodigando sus caricias entre mestizas de la clase proletaria "que hasta parecen gatas".



ENTRE tanto, ya Carmela me había conseguido con su padre una buena recomendación en un bufete, con mayor sueldo y mejor horario que el del pinche banco. Adiós, pinche banco. Adiós, Quinto Patio. El viejo rábano (coloradote y duro como un pinche rábano, ya para entonces bien calvo) me veía con ojo clínico: arribista, cazafortunas, pero a la vez quería usarme para controlar a la incontrolable de su hija. Según él, me correspondía evitar que su nena se metiera con greñudos y drogadictos:

--Deposito en usted mi confianza, joven; usted me responde de ella --como diciéndome: Nomás ella da un mal paso, y al instante te corren del bufete.

De pilón, el viejo rábano les salvaba a sus hijos lo que les quedaba de hocico, porque ya habían tenido que entrar al quite como Hermanos Responsables dos o tres veces, a defender la honra de la hermanita desenfrenada que andaba con cada especimen juvenil, y les habían roto toda la madre, pobres rabanitos. Les habían dejado el hocico más floreado que un Santo Cristo. Mejor que la cuidara otro paladín, corrientín el paladín, controladín mediante el sueldín. Y los cuñados así conservaron sus finas trompas.

Fue para calmar al viejo rábano que hicimos un noviazgo formal, después de un escándalo: el viejo quiso casar a su princesa con un nene de pedigrí. Carmela hizo berrinche, se atiborró de pastillas, fue a dar a una clínica. Después del lavado de estómago, el respetable rábano decidió encomendarme a su princesa hasta que se le pasara el sarampión universitario, entrara en razón, y se casara como correspondía. Pero había mayores peligros. Así que accedió a que jugáramos a los novios una temporadita, al fin me tenía bien comprado ("Yo voy a ayudarlo joven, se ve que tiene un brillante porvenir: haga usted honor a mi confianza"). Carmela y yo nos botábamos de risa, se nos hacía chusquísimo nuestro gran largometraje de la Dama y el Vagabundo.

Y empezaron los regalos del Rábano Senior, para tenerme de guardián celoso de su hija. Pero apenas año y medio después, aquella madrugada en Valle de Bravo, la complicidad se estaba volviendo alianza, con algo cercano a la calentura, incluso al amor. Había existido en el pasado mucho cabrón suelto por el mundo, que luego luego se aburría de Carmela, princesita de película francesa y todo; o que de plano no la pelaba, o le hacía el feo --los príncipes también tienen sus exigencias, pues--; antes de los caballerescos servicios de su étnico, la princesa lloraba con mucha frecuencia como marrana, y se encerraba días enteros sin salir para nada de su alcobita color de rosa, y aquella vez que se atragantó de pastillas, y la otra que por puro berrinche...

En fin: que esta vida no valía la pena, que nadie la quería en este puto mundo. Pues cómo la iban a querer con semejante carácter, digo yo; si luego luego quería trato de reina y señora, y empezaba con extravagancias y majaderías, que aquí su lanchero de lujo sí sabía cómo manejar. Y le gustó mi rienda, como quien dice; y los espuelazos, añadiría un cábula.

--Vamos a casarnos, cabrón --ordenó ella, en uno de sus arranques impulsivos, como de travesura terrible, para escapar de plano del manojo de rábanos de su familia, o nomás para ver qué carota ponían.

--Orale --obedecí de inmediato: pues claro que me convenía. Y además ya estábamos más que acomodados y encariñados, braguetazos aparte.



LA BODA cayó como bomba en su familia, desde luego: pero ¿qué iban a hacernos, iban a matarnos? A calmarse, cabrones. Y hasta el viejo rábano, así de calculador era, pensó que le salía barato el desastre, porque los chismes sobre su nena, su plaga, su bule bule, su yedra venenosa, andaban por todas partes.

Y los años nos domesticaron también a nosotros, que terminamos tomando en serio lo que era juego, después de alguno de nuestros pleitos de rigor, puntuales como el lechero, al final de cada reventón. Ahora fue en Zihuatanejo, una madrugada en la que lo mismo pudimos agarrarnos a puñaladas, después de un broncón en la discotheque entre un grupo de parejas liberales, medio dizque swingles (putonas e impotentones, más bien), entre los que había un galán a quien Carmela ya le estaba dando más que las nalgas: dinero al instante y en efectivo.

--Es que de veras no te mides, estoy pintada o qué; andas cogiendo con todas delante de todo mundo --me reclamó ¡ella! a mí: yo, que prefería a cualquier mecanógafa o tendera ligada al rapidín en salones de baile, a esos vejestorios dizque swingles de discotheque turística, en Zihuatanejo: todas esas borrachotas y peor que putas traqueteadas y más exigentes en la cama que un auditor de Hacienda con tu formulario de impuestos, Valedor.

--Y tú qué, ni que muy santa, además así va nuestro trato: sobre aviso no hay engaño.

--Así esto no va: ya se acabó el desmadre, ya no juego --exclamó la Dueña de la Pelota. Y no se quedó ahí, ella, ¡ella!, propuso: --Ahora hay que sentar cabeza.

No sé cómo no tembló en ese momento en Zihuatanejo.

--Ni madres, todavía estoy demasiado joven para eso --regateó el Vagabundo.

--Ya hay que bajarle a la velocidad, así no vamos a llegar vivos ni a los treinta y cinco años --lloriqueó la Dama.

Total, entre que esto y que lo otro, y que "¿de quién es esta puchita?", y "¿de quién es este pirulí?", decidimos sentar cabeza, tener hijos, sostener todo el teatro de un Hogar en Forma (Home Sweet Home). Y claro: dinero en común, al menos formalmente, para manejarlo mejor, pensó ella. Más seguro más amarrado, ah, pensé yo. Para entonces yo ya no era el pobretón de antes. Había resultado un Genio de las Finanzas, con el reconocimiento expreso del Rábano, encantadísimo ahora con ese yerno del género folk que tanto dinero le daba a ganar.

Al fin y al cabo cada uno era lo más seguro, lo menos desagrable que había conocido el otro, en este mundo cruel con tan escasas oportunidades; o por lo menos, nos aguantábamos mejor que nadie más. Había que hacer equipo. Brindamos por la gloria de nuestra camiseta, ahora sí que teníamos camiseta de aquí a la eternidad: nos fuimos de segunda luna de miel, todos calientotes y sentimentalones (harto violín italiano en los restaurantes), futuros apá y amá, a la Florida.



NO TE me escandalices, oh tú el Imparcial, el Benéfico, el Poderado: todo jardincito tiene su lodito, todo estanquito sus bajos fondos. Y el nuestro había empezado cinicón y reventador, "como era la juventud de entonces", señaló Carmela, pero se estaba enderezando. Y nos sentíamos seguros el uno con el otro, y de repente todo era risa y desmadrote, y qué padre saber que tu gorda sí aguanta vara, y que yo nada tengo que fingirle a mi gordo porque todo su pedo es cargar conmigo, insoportablota y todo.

Y que el cariño, y que la camiseta, y que la consideración, y el kilometraje juntos, y luego los niños, y ahí andábamos hinchados como alcachofas, erigidos en ejemplo de la virtud y del gran corazón humano, multiplicando el patrimonio, propagando la especie: con la gana de hacer una gran-y-feliz familia a nuestra manera ("Había que seguir siendo un poco loquitos, pero nomás un poquito, decía la Carmela, para darle sabor al caldo"), bendición de la patria y de la sociedad, amén. Y a pesar de todos los pesares salimos padres menos peores que la mayoría de los mustios y beatos conocidos, que se dieron en la madre mucho antes que nosotros, ah. Hasta los rábanos se rindieron, incondicionalmente, ante lo bonitos y cuidados que están los nietos, ah.

--Aunque eso sí, demasiado morenitos: están bonitos, pero morenitos. Bonitos para ser morenitos --dice a escondidas la rabanada en pleno.

(Aunque los rábanos junior, los hermanotes de la Carmela, distan mucho del estricto ideal caucásico del Hombre Blanco: ni tan bonitos ni tan blanquitos, más bien fofos, café-con-leche, cocoles sopeados pues, apunta rencorosamente el étnico.)



Y ENTONCES, claro, cuando después de tantos años todo por fin estaba saliendo a pedir de boca, Carmela tuvo una de sus brillantes ideas. Se enamoró como perra de un agente aduanal, para chingarme: no un ligue, no un affaire, todo un plan-a-futuro, ahora sí a lo serio, para chingarme, para botarme y chao y ya.

No sólo se enculó, sino que se enamoró a lo bestia, y se puso a gastar dinero en él a lo bestia, y al poco rato andaba ya con sus proyectos de sustituirme por una especie de versión rejuvenecida de mí mismo: otro hijo de la chingada, pero con diez años menos. Y aceptemos que un poco mejorada en lo referente al cinemascope (ahora que Carmela ha abandonado sus gustos de joven, y prefiere un colorido más convencional): se trataba de un Güero de Ojo Verde.


LO DESCUBRí primero en los hijos. Ednita, Pepón, Lino. Noté a los niños raros. Que de todo se me quedaban viendo, con tamañas bocotas. En todo me examinaban, como comparándome. Noté que recibían regalos de mamá, todo el tiempo, hasta dos o tres veces por mes. Que bajaban los ojos al decir "mamá pompó". Noté que letras y números extraños aparecían en sus tareas, de un Angel Pedagógico (que no eran las maestras Godínez & Co.) que se las revisaba y corregía meticulosamente, como para sacar diez, ah.

Noté luego que mis trasnochadas y escapadas del hogar eran bienvenidas, ah. Que de repente Carmela, cuyo apotegma era "Primero tu changarro, luego el resto de la población", andaba desganada en el amor, hasta que de plano me salió con la gringada de las camas separadas, durante una época, una época de ajuste, que porque ya el amor se nos estaba volviendo rutina y había que recobrar el misterio, ah. Noté que se compraba vestidos ridículos, que se subía la falda hartos centímetros, ah. Noté que los pinches cocoles sopeados de mis cuñados se reían de ladito, ah. Y que a nadie le importaban los botones de mis camisas. Y me puse a espiarla.

Se citaban en plena mañana. Tempraneros los cabrones. ¡Y ella llevaba a los niños! Juntos se lucían como matrimonio: los llevaban a parques, a museos, hasta a la iglesia, ah. Noté una medallita de María Auxiliadora y cromos de San Juan Bosco en los cuartos de mis paganos vástagos, ah. Los adúlteros andaban todos plácidos a plena luz del día como verdaderos cónyuges, y el Cabrón del Ojo de Moco cargaba a Ednita, a Lino, a Pepón, y sostenía con ellos conversaciones más largas y entretenidas (espié desde lejos los gestos, los aspavientos de los chiquillos, en Chapultepec) de las que yo hubiera tenido o pudiera tener jamás. Bien entrenadazo el Bozo.

Advertí de volada el plan, la trampa, la movida. Andaban urdiendo la manera de divorciarme de un tirón, pero después de exprimirme el dinero y los derechos, ah. Divorciarme sin honor, sin hijos, sin casa, sin fortuna, ah. De modo diligente, solapado y metódico fui poniendo a mi nombre, o al menos a buen resguardo cuanto documento fue posible --algunos, ni modo, abiertamente a la mala. Ellos andaban tras lo mismo. Carmela por primera vez en años quería ver las cuentas claras, en blanco y negro, de nuestros valores; ya no preguntaba nomás: ¿Como cuánto tenemos ya en esto, o en lo otro? ¿y ahora dónde estás invirtiendo? Quería saberlo y verlo todo.

--Está bien, está bien. ¿Cuál es la prisa? La semana próxima te junto todos los papeles, pues.

Pospuse la semana próxima demasiados meses: ése fue mi error. Se adelantaron e investigaron algo por su cuenta. Carmela puso en el grito en el cielo. Me declaró la guerra.

--Me devuelves hasta el último centavo o te mato --me dijo por teléfono la mañana del Día Difícil.

--Mátame y verás --le contesté, nomás para calar cuánto le quedaba de sentido del humor, después de su romance otoñal.

Bueno: no se adelantaron tanto. Por lo menos, en opinión de Sánchez, se tardaron en llevarme a los tribunales acusado de "crueldad extrema", fraude, robo, pervertidor de mis propios hijos (es capaz de acusarme de fumar mota frente a ellos, como si yo fuera él único de la familia Peña que fuma); de todas esas zarandajas con que las finas princesas despluman por completo a sus vagabundos maridos en desgracia.

--Lo que alegue ahora, después de que metamos tu demanda, será considerado un poco como desfogue emocional, hasta como treta... Si te hubiera demandado desde antes... Espérate al año nuevo. Si acaso te pueden acusar de multiadúltero (tendrán que demostrarlo) y de archiladrón (¿pero todos esos documentos también estaban a nombre tuyo, no?).

Veremos de qué documentos precisos sí se dio cuenta Carmela, es tan despistada..., pienso ahora yo, en secreto. Ni que confiara tanto en el pinche Sánchez. "Feliz año nuevo", me dijo el cabrón.



DEBí haber reaccionado más rápido. Cuando tus propios hijos te ven con lástima, como a un viejo luchador que ya perdió la máscara, la cabellera, y van para abajo los calzones, es que le quedan a uno pocas horas. Y yo todavía, por aferrado, por codicioso, para arreglar más papeles, esperé semanas.

Me voy a presentar, oh Secreto Confidente, después del año nuevo, con mi amparote y demandas y contrademandas a cargo del pinche Sánchez. Pero también me da como tristeza. Como que quisiera darle tiempo a la pérfida de que reflexione, ah. Como que todavía a estas alturas, uno es pendejo hasta la muerte, me niego a creer que Mi Compinche Amada de Tantos Años me haya traicionado así, tan a lo feo. Y hay además, oh Tú, que todo lo comprendes, como cansancio, como fatiga de comenzar mi pinche vida toda de nuevo... Nomás con que la Carmela entrara un poquito en razón. Un poquito. Que se diera cuenta de que la está regando a lo gacho. Que ella misma se está poniendo la soga al cuello con su Señorito Ojos de Moco. De a pechito.

Como en los boleros: no le digas, Cancionero, que a veces moqueo un poco por ella, por mi vida rota, por los prietitos, que al paso que van, llegarán a la adolescencia habiéndole dicho papi a por lo menos media docena de cabrones. Porque el Ojo de Moco asalta y se pela, de eso que ni qué.
SIETE



--¡PERO si es Melba! --exclamó el Jirafón, y fue corriendo a recibirla, abandonando a Rubén.

Lo siguieron Juanito y Aníbal, de modo que al poco se quedó completamente solo, con su enemigo, o sea yo, ahí echado en el columpio, abrazando su botella, bisbiseando con gran énfasis para sí mismo, y supongo que también para mí, porque ahí estaba sentado frente a él.

Resumo para tu conocimiento el final de su historia: César logró reponerse al cabo de unos días. Pero andaba triste y fatigado la mayor parte del tiempo, salvo cuando se esmeraba en agradar a Rubén. Se echaba la mayor parte del tiempo en la cama, frente a la tele, viendo videos de Luis Miguel, el muchacho de oro: que en la playa, que en las grandes alcobas, que en aviones de combate, que en mitad de un bosque, rodeado de las chamacas y los mozalbetes más apetecibles de los anuncios de ropa interior: toda la belleza y la juventud que la televisión podía ensalzar en un muchacho de veinte años.

--¿Pues qué te pasa, cabrón? --le preguntaba Rubén.

César negaba que le pasara algo. Nomás estaba agotado, un poco deprimido, bajo de defensas; siempre tenía sus épocas malas, sus días malos, todo mundo los tiene, ¿no? Ya se le pasaría. Siempre había tenido sus días grises.

La tristeza lo hacía más bello, lo dibujaba mejor, en claroscuro. Esbelto, limpio, elegante, lleno de inocencia; como que lo ennoblecía, lo alejaba. César mostraba tal tranquilidad, tal tolerancia a su debilidad, a sus dolores de cabeza, que despreocupaba un poco. Serían sus días grises y ya. Hasta Rubén pensaba: "Se le ve bien, ya se le pasará. Habrá que cuidarlo más: se ha puesto tan delicado, tan frágil. Y a la vez como distante y más dueño de sí. Parece un ángel". Eso pensaba Rubén y decidía que César era más hermoso que el dorado Luis Miguel entre todas sus ninfas y efebos de televisión.

Rubén no se atrevía a hablarle de sus pesquisas. Esperaba que por sí mismo César le contara todo en cualquier momento. Pero César no hablaba, sólo multiplicaba señales inquietantes. Dejó los grasas, los irritantes --todo era grasa, todo era irritante--,hasta los refrescos, hasta sus quesadillas favoritas. Sólo unas cuantas frutas, verduras, algo de pollo asado y mariscos a la parrilla, tecitos de vez en cuando, como si estuviera a dieta estricta.

--Pero si de por si estás re flaco, mano. Te vas a quedar en los puros huesos. ¡Ya no voy a tener nada qué agarrar!



POR fin empezó César a soltar la sopa:

--Tengo problemas de presión. Presión baja. Y de circulación. Nada grave. Pero me tienen prohibido el colesterol, ¿ves? Luego me duele mucho la cabeza.

No sólo le dolía la cabeza. Días después contó que también, a veces, se le dormían las piernas y los brazos; se le hinchaban las venas. Que tenía prohibidas las grasas y el alcohol, entre un montón de cosas. Bueno, pensó Rubén: al menos había hecho una virtud de la necesidad: buena parte de esa pulcritud, de esa mesura, de esa distancia, era por prescripción médica.
Quince días después chocó en pleno eje vial. No le respondió la pierna, no pudo frenar a tiempo. Afortunadamente, al parecer, era un choque sin consecuencias: nada más unos golpes, nada grave. Pero entonces Rubén supo que también tenía prohibido manejar, levantar bultos, cualquier ejercicio físico, y había conocido más bien a un César hiperactivo, que manejaba, cambiaba muebles, nadaba, iba a todas partes todo el tiempo. Comprendió también entonces, que no era sólo amor ni sensualidad por lo que César quería acompañarlo casi siempre al gimnasio, y se le quedaba mirando toda la sesión, siguiendo todas sus rutinas en los grandes espejos, con hambre de vida.



UNA NOCHE Rubén lo descubrió llorando en el baño, frente al espejo del lavabo, con las sienes inflamadísimas, como desfigurado. "¡Pero si yo no soy así! ¡No soy así!". Al parecer, tanto las pastillas contra el dolor como las que lo ayudaban a la circulación, hacían cada vez menor efecto.

Después de unas horas de sueño, su rostro recuperó sus facciones bien modeladas, cada vez mejor dibujadas por la debilidad, mejor acentuadas, como en una definición más esencial. Rubén las recorrió con la lengua. César se excitó tanto que volvió a parecer vigoroso, desbordante de sensualidad y de salud: esa madrugada fue la última vez que hicieron el amor.



DESPUÉS de ese accidente César no volvió a levantarse de la cama más que a ratos; se cansaba en seguida hasta de caminar por la casa. Iba en taxi al médico, o a algunas visitas misteriosas; especialmente visitaba a su íntimo, Cristóbal, a quien casi nunca llevaba a casa, como si lo escondiera adrede de Rubén.

Comía menos cada día. Se fue enjutando en la cama, el ángel triste, cada vez más fragil frente a los videos de Luis Miguel. Se escondía largos ratos en las mantas, cuando lo azotaban los dolores de cabeza.

Su familia apareció misteriosamente, sin que Rubén supiera que la había llamado, y se lo llevó a reponerse a Veracruz. Una noche, al regreso del gimnasio, Rubén encontró en la contestadora el recado de la madre de César: había muerto, ya lo habían enterrado. Que rezara por él.

Cristóbal le contó entonces el secreto: no sólo la presión, las arterias, los dolores de cabeza: había un tumor cerebral, desde dos años antes. César lo supo un día que se desmayó en la calle y recobró el conocimiento en el hospital, ante médicos alarmados. El problema seguramente venía de lejos. Muy niño César sufría de dolores de cabeza, que su familia no tomó en serio; de niño prefería los mejorales a las golosinas. Desde el accidente el neurólogo le había recomendado que se dispusiera a morir pronto: reposo absoluto, dieta severa, a lo mejor lo ayudaban un poco, le regalaban unos meses más. César no lo escuchó y logró más que unos meses: dos años. A cada rato se sacaba radiografías, muchas veces innecesarias, como mapas donde veía cómo y por dónde se le estaba acercando la muerte.

--César escondió la verdad ante todos, la negó de plano --dijo Cristóbal--; por el contrario, gastó sus ahorros en un coche nuevo, en ropa más fina y elegante de la que había usado, en un aparatote de sonido, en toda una colección de discos de ópera, como para instalarse a lo regio en el mundo.

Se inventó combinaciones de medicinas, tomó yerbas y preparados naturistas, hizo yoga, acudió a los remedios chinos; siguió estudiando agronomía, nadando tres veces por semana, viajando, yendo y viniendo para que la muerte lo encontrara tal vez más pronto, pero bien vivo: sacándole todo el jugo a la vida. Tenía la esperanza de que los médicos, el destino, su tumor, su sangre, su cabeza, su presión, su colesterol se equivocaran. De que a lo mejor a la muerte se le olvidaba llegar a recogerlo; pasaba de frente, viéndolo tan normalito...

--¿Cómo querías que te lo dijera? --preguntó Cristóbal--. Si te lo hubiera dicho, ¿habrías de veras podido tener con el una relación amorosa como si nada; no un amor especial, compasivo: una relación como si nada?

César no había sido siempre el chico pulcro y distante que a Rubén le había gustado. Se volvió solitario y cuidadoso desde que lo diagnosticaron.

--Contigo fue diferente. Contigo se gastó todo su resto --dijo Cristóbal--, como que se le olvidaba que se estaba muriendo, por lo menos se le olvidaba a ratos, ratos largos. Contigo andaba más optimista, más contento.



LA NENUCA por fin se había calmado. Estaba atardeciendo. Dijo entonces con voz seca y ronca, despojada de dramatismo, que durante los meses siguientes a la muerte de César sintió cosas raras, locas; que se sintió como desposado con la muerte, viudo de su propia muerte. Que el ángel bello de la muerte lo había escogido de pareja, y que eso no podía ser gratuito: significaba algo: era una señal, un llamado. Que se había enamorado de la cara y de la figura de la muerte. Que él le había hecho el amor a la muerte, por decirlo así, aunque César pareciera lleno de vida y de pasiones. Había dormido junto a ella, casi había comido y bebido la propia muerte de la boca de César.

Lleno de muerte, empapado de muerte, y con un amor redoblado por el difunto, como si ese amor se hubiese convertido en una pasión espectral, en un llamado del más allá. Regresaron entonces a Rubén todos los fantasmas de la religión, de la superstición, del miedo. Rubén retomó creencias religiosas abandonadas desde su adolescencia. Corrió con un cura a pedir confesión general. Frecuentó casi a diario, durante semanas, los oficios y sacramentos religiosos. Lloraba convencidísimo, con su devocionario, frente a las imágenes de Cristo, y hasta creyó oír voces. Pero al poco rato los primeros consuelos de la religión sólo se convirtieron en arrebatos de desesperación: como que la religión le acercaba más al difunto sólo para arrebatárselo enseguida, como un ángel de humo, entre un olor encerrado y malsano de veladoras; una sonrisa que se perdía entre los oros y los inciensos de la misa, en las iglesias coloniales del centro. Rubén soñaba que César estaba vivo, que había regresado, y que estaba velando con devoción a un muerto: Rubén ahora era el muerto.

Su lecho era muerte; sus platos y tazas, la ropa que había llevado puesta a tal teatro, a tal restaurante japonés, a tales tiendas; los objetos mismos de su casa. Dejó Rubén en paz la religión y recurrió a la terapia: en vano, aunque le recetaron sedantes que lo hicieron volver a dormir varias horas seguidas. Se fue olvidando de la muerte primero una hora, luego dos, luego toda la mañana, en el trabajo, para luego recordarla frenéticamente de pronto, como un asalto del más allá, como sorprendido en una infidelidad o en una distracción intolerables. Se hizo leer el tarot, el I Ching, el café. En vano. Sólo el tiempo y el gimnasio lo restablecieron un tanto.

--Pero quedé como vivo a medias, como rozado por las alas del ángel de la muerte. Pasaron meses sin que me dieran ganas de coger, ni de ver a nadie. Nomás me encerraba a ver los videos de Luis Miguel. Y empecé a ver muerte donde antes ni me fijaba: todas las noticias del sida, los accidentes... El otro día soñé que me iba a morir pronto, muy pronto: que el instructor del gimnasio me preguntaba que para qué tanto ejercicio, si yo ya como quien dice iba de salida. Y yo le decía que cuando uno se muere, se queda por toda la eternidad como lo agarró la muerte. Que César iba estar cuerísimo todos los siglos de los siglos, siempre. Y que yo, mire estas pantorrillas, ¡qué facha!, todavía tengo que trabajar en ellas, porque si no me voy a quedar por toda la eternidad con las piernas bien flacas.

--Ay Melba, la Nenuca está más colapsada de peda y de chillona que Rita Macedo en sus peores momentos, y mira que si alguna actriz mexicana tuvo peores momentos, fue Rita Macedo --alcancé a oír al Jirafón.

Y ya estaba Melba con la Nenuca, zarandeándolo, "¡No chille, cabrón, para eso es puto! ¡para que se aguante!"; retirándole enérgicamente la botella, primero con gestos de mamá contrariada, para devolvérsela enseguida, después de un buen trago:

--¿Pues qué te pasa, puto? ¿Qué le pasa a mi maricón consentido?

Rubén seguía hablando de César, nada más para mí. La parte fuerte se la habían perdido mis compañeros de ruta, por irle a hacer los honores a Melba. Pero ya no de la muerte de César, sino de lo hermoso y elegante y fino que era, de lo caliente que era, y que con nadie había hecho el amor como con él, con una como ligereza física, como que todo con él salía bien:

--Cogía como los ángeles el pinche César.



--BUENO, semejantes huevones --preguntó Melba--, ¿y qué diabluras han hecho todo este tiempo? ¿A poco todo se les ha ido en pura hueva? ¿No han logrado ni siquiera un incendio, así de chiquito; un aquelarre, un motín? ¡Qué noticias voy a dar de ustedes! ¡Qué decadencia! Siempre le dejan a una crear toda la emoción.

--Esperábamos tu inspiración --dijo Juanito--, por ejemplo: ¿qué nos vas a hacer de cenar?

--Ay no, qué te crees, si yo vine de invitada. ¡Todavía no deshago mis maletas y ya me quieres meter a la cocina!

--Típico papel para Emma Roldán --dijo el Jirafón.

--Pero yo soy más bien Tamara Garina --contratacó Melba--. Y jamás el cine mexicano ha visto cocinar a Tamara Garina, y mucho menos para unos putos echados.

--La esencia del arte es la innovación -repeló el Jirafón--. ¡Innova, innova, Melba!

Al rato se fueron a cenar al pueblo, para festejar a Melba. Nos quedamos solos la Nenuca y yo. Él dormía la mona, todavía encueradote. Me tomé el último trago de la botella de tequila, le eché unas toallas y una chamarra encima, para que no digan que uno es tan pérfido, y me fui a acostar. Leí y corregí un poco lo que te he escrito hasta aquí.



EL JIRAFON creció a lo pendejo, como los órganos, coronado de grandes lentes y un montón de pelos pelirrojos y parados como del Pájaro Loco. Está lleno de tics, sobre todo de las manos (las mueve todo el tiempo, unas grandes manos según él de pianista --también quiso ser pianista--, como para enfatizar lo que dice, pero aunque no diga nada también anda siempre dando manotazos como señas). Y unas pequeñas contracciones de los labios y de la nariz, como si lo estuviera fastidiando todo el tiempo un mosquito. Ora sí que trae su mosquito en el alma.

Se ve a leguas el caso del típico genio adolescente, brillante en la preparatoria lo mismo en teatro que en ajedrez, con algo de inventor, y más de músico, de filósofo y de poeta; finalmente la hueva lo aterrizó en el cine, "el arte de nuestro tiempo" (dice tal cosa en la era de la televisión), y no acepta otro argumento que un título de película, o el nombre de alguna celebridad cinematográfica, en cualquier discusión.

Para él no hay más Biblia que la de Cecil B. de Mille ni otra realidad mexicana que las películas cabareteras de María Antonieta Pons o las de vecindad de Pedro Infante. Pero a partir de las películas, y entre más viejas mejor, sale con las puntadas más caprichosas, las referencias más arbitrarias. Creo que hay veces que nadie lo entiende, que más bien le dan el avión.

A veces algo capta uno: por ejemplo, cuando llegó, su primera correría de esta temporada, bastante madreado, se negó a contar nada porque tenía esa madrugada "más en el olvido que lo que le había ocurrido a la neurótica de Ninón Sevilla" en tal película; cuando se negó a cocinar, el día que le tocaba, argumentó que después de tanto brillar por el mundo como Katty Jurado no la iba a hacer de Blanca Estela Pavón: le faltaban añísimos para rebajarse a los papeles de Delia Magaña; sugirió a Juanito que mejor mandara a Aníbal por unas tortas de Joaquín Pardavé, o que ahí ese hetero se discutiera, demostrara qué tan Abel Salazar podía ser en el trópico, en la isla desierta, aunque en esa cabaña no hubiera una, sino cuatro Mari Toñas.



CUARTO día en San Isidro. Me despertaron los gritos de Melba y la vi desde mi ventana, en el jardín, armada con una gran bomba de insecticida que más parecía de bombero; vestida como obrera con un gran overol, a lo Borola Tacuche, gritando que qué mierdero era ése, que todas las plantas estaban plagadas; que a quién se le ocurría poner plantas ácidas junto a las alcalinas, que sufrían shock como las personas; al rato la vi encarmada en una escalera de mano, podando furiosamente las bugambilias, y tratando en vano de organizar a mis compañeros de ruta en un batallón que regenerara el jardín:

--¡A trabajar, putos, o no hay cena de navidad!

--¡Es peor que las orugas, va a arrasar con todo! --gritaba la Nenuca.

--Se cree jardinera porque salió en El jardín de los cerezos hace cincuenta años --decía Juanito.
--Murmuren, holgazanes --en realidad, no murmuraban: estaban gritando--; no saben hacer otra cosa, nomás miren qué mierdero. ¿Si no van a cuidar las plantas para qué quieren jardín? Mejor puras enredaderas de plástico y ya. Arboles de plástico y ya.

El Jirafón me había hablado de Melba: pocas cosas tenía que contar en que no estuviera involucrada la bohemia de Melba, a sus sesenta años, flaca y correosa: que llevaba vida gitana, que vivía de casa en casa (de puros gays, por supuesto), que invariablemente terminaba de pleito con su benefactor en turno, gritándole su precio desde la calle, para que se enteraran todos los vecinos; pero entre tanto ya se las había ingeniado para fascinar a un protector nuevo, como una especie de mascota extravagante de gran éxito. Hasta se la disputaban.

--Pásenme el taladro, huevones.

A creer por el Jirafón (¿pero quién podía creerle al Jirafón?), Melba había sido una celebridad en el teatro universitario de los años cincuenta, y luego se había colocado como personaje de carácter (momia, calaca, madame de burdel, soldadera, limosnera, monja loca) en algunas películas de charros, monstruos y gangsters. Flaca, huesuda, fané y descangallada, motísima, estacionada para asuntos de edad en algún punto cercano a los sesenta años, se había convertido en un personaje casi pícaro, casi intelectual, del mundillo de los cocteles de galerías de arte y estrenos de teatro.

Ahí brillaba y conseguía más fans que los propios artistas, con sus excentricidades y algún mito de bohemia y existencialista ("existencialista a lo Juan Orol", especificaba el Jirafón), con modas y frases de los años cincuenta, cuando supuestamente había pasado revista a todos los trovadores de Saint Germain-des-Près.

--Era una de las freaks más cotizadas de la Zona Rosa, antes de que la Zona Rosa se pasara a Coyoacán.

Me imaginé más bien, a partir de los relatos del Jirafón, una especie de mendiga de prestigio, vestida con ropa de teatro al final de las borracheras de maricones, después de los bares, en departamentos sórdidos pero decorados, a su vez, como escenarios teatrales, con dorados y terciopelos entre techos con goteras, vidrios rotos y paredes mohosas; entre canciones rancheras y boleros llorones, se arrancaría la Melba, como mariachi, con algunos parlamentos de La voz humana, A puerta cerrada o Un tranvía llamado deseo.

Melba no encontraba en absoluto denigrante recitar para borrachos, ya para entonces bastante perdidos; ella misma gozaba de lo grotesco de la situación y terminaba con frecuencia haciéndola de Lucha Reyes o de cualquier otra cantante ranchera. Se dejaba aplaudir, ganaba algún admirador, aunque también se darían veces en que terminara en el suelo, desgarrándose los trapos con alguna vestida que se hubiera pasado de lista.

--¡Pero no se queden como babosos, nomás mirando! ¿Qué no han visto a nadie trabajar en su vida? Mójense el culo, siquiera.



--PINCHE Melba --decía Juanito--, ¿no que ibas a arreglar el jardín? Nomás me dejaste todas las plantas mochas. ¡Y todas las herramientas tiradas! ¿Qué, somos tus gatas o qué? ¿No vas a alzar tu tiradero.
Melba había cambiado de acto. Ahora estaba tirada frente a la alberca, después de haberse soplado ella sola un toque larguísimo, contando una vieja aventura del Jirafón con unos mimos (tampoco hay que creerle nada a Melba; los dos se divierten inventándose historias), ocurrido años atrás, en la Zona Rosa. Un mimo se había querido pasar de listo con el Jirafón, se puso a ridiculizar su estatura, sus lentes, sus brazotes. Pero no sabía con quién se estaba metiendo. Porque el Jirafón le aceptó el reto.

--Loca contra mimo. Hagan sus apuestas --exclamó Melba.

El Jirafón se puso a hacer como que se enamoraba, como que le rogaba, como que lo seducía, primero con movimientos de mímica; luego se fue volviendo más atrevido, ante el aplauso general, todo el público de parte de la loca: que se le quitara al mimo lo mamón; la gente se reía y aplaudía más, y claro, envanecido con el éxito, el Jirafón pasó del teatro a la realidad.

--Le plantó sendo besote de trompa, de ventosa; lo tiró al pavimento, flacote pero bien correoso, y avanzó rápidamente del arte del silencio de plano al género porno: no lo dejó sino ya bien besuqueado y desvestido, cuando el mimo, en rendición vergonzosa, renegaba de su profesión y a gritos llamaba a la policía, pataleando como loco en el pavimiento, y soltando cada resonante majadería de carpa... El público, por supuesto, estaba pidiendo ¡pelos!

Para entonces Aníbal y Juanito ya habían recogido tijeras, palas, picos, pinzas, la escalera, la gran bomba de insecticida, el martillo, y enormes montones de vegetación tronchada.
OCHO



QUINTO día: nos despertamos con la novedad de que el Jirafón había agarrado larga la parranda, y todavía no llegaba. A media mañana Melba decidió que podía estar en problemas y salimos a buscarlo Juanito, Aníbal, ella y yo. La Nenuca se quedó haciendo guardia, junto al teléfono (digo, al teléfono inalambrico, en la alberca, prosiguiendo su paciente búsqueda del bronceado perfecto).

--Debe estar tirado de borracho en alguna cantina --dijo Aníbal. Estaba molesto. Le parecía poco elegante que el Jirafón pusiera a sus amigos a hacer el papelazo de andarlo buscando por los antros pueblerinos.

En las afueras de San Isidro, sobre la carretera a Cuautla, hay unos cuantos tendajones con música a todo volumen, sobre todo cumbias y norteñas, que lo mismo funcionan como fondas que como cantinas y hasta burdelitos paupérrimos, con dos o tres cuartos o chozas anexos. En uno de ellos había ocurrido el pleito de días atrás. Un campesino a quien el Jirafón había invitado ya tres cervezas, de pronto se internó silenciosamente en la milpa; el Jirafón creyó que había ligado y que el campesino esperaba que lo siguiera:

--Pero no, hombre, si nomás iba a cagar --nos contó la dueña, una comadre gordísima que ya conocía a Juanito--; y le dio tanto coraje que lo agarrara ahí, en cuclillas y todo apurado... Ah qué muchacho, cómo se le fue a ocurrir con el José Antonio... Y pues aquí todos nosotros, muertos de risa.

La señora lo había visto pasar con tres chicos del lugar, de los vagos que se la viven en la plaza principal y a la entrada del balneario, como a las nueve de la noche.

--Y hasta me saludó como si nada, pero no, no quiso detenerse.

Típico del Jirafón, sentenciaba Melba en el coche. Pero tenía tanta suerte el cabrón con las clases populares. Nada pendejo, contaba Melba: se hacía más borracho de lo que estaba y así parecía inofensivo y se le pegaba a cualquier tipo de gentes. Y se animaban más fácil con un pedo.

Una madrugada, en México, el Jirafón se metió a un edificio en construcción, dizque "¡buscando una Coca-Cola, háganme el favor, una Coca-Cola!", gritó Melba, y pareció oírla la gente que esperaba el camión a la orilla de la carretera, porque algunos voltearon, como si se hubiera dirigido a ellos. Así de sencillo: entró a la obra y les preguntó a los albañiles si le podían vender una Coca-Cola, porque no había tiendas abiertas por ahí a esas horas. Pues claro: la madrugada. Llevaba bajo el brazo su botella de ron, y así, haciéndose el perdidísimo, el hasta las chanclas, entró con el cuento de que quería hacerse unas cubas.

Emborrachó a la mitad de los peones que dormían ahí, sobre la vil tierra, entre la pura obra negra de un edificio de oficinas que apenas iba comenzando, alrededor de una fogata, y al día siguiente los propios albañiles lo tuvieron que sacar, dormidísimo, y lo dejaron tirado a un lado de la barda, para que no lo descubrieran los ingenieros; claro, el Jirafón despertó luego sin cartera y sin reloj, pero cómo anduvo presumiendo a sus albañiles, que dizque se había echado a tres. Hasta hizo que Melba lo acompañara a visitar la construcción días después, para presumirle a sus víctimas. "¡Unos cueros, pero unos cueros!, se ufanaba el Jirafón. ¡Si los vieras a la hora de salida, todos medio encuerados lavándose junto a la llave, unos torsos de raza de bronce! Melba, unos torsos!"

--De no conocer al Jirafón, no le creo nada, porque los albañiles muy quitados de la pena siguieron en lo suyo, riéndose y platicando como si nada, lavándose, peinándose, como si jamás lo hubieran visto.

--Están posando, se están dejando admirar los coquetos --explicó el Jirafón.

--Así que ahorita lo vamos a encontrar todo enterito y rozagante, de madrina de un equipo de futbol de cañeros o bailando en una cantina, o curándose la cruda con un menudote --dijo Juanito.

--Ay papi --le dijo Aníbal a su papi--, esas locas tan promiscuas nos desprestigian a todos. Luego creen que todos somos así y nos faltan al respeto.

--Pues muy fácil, nene, cuando andes en la calle ponte una camiseta que diga: "Soy puto pero decente" --atacó Melba.

--Qué chistosa --rezongó Aníbal, y le subió el volumen al radio, en parte para sofocar las carcajadas, cuarracácara, cuarracácara, de Juanito: cantó con Alejandra Guzmán: Poco a poco conseguí/ fijar tu atención en mí...

--Si ya no le pasa nada al Jirafón --propuse, conciliador--, mejor vámonos a echar unas chelas, mira, ahí: junto a la gasolinería, siquiera para planear por dónde empezamos, si no vamos a dar puras vueltas a lo tonto.

--¡Brillante! --exclamó Melba-- ¡quedas contratado!

--¿Como qué?

--Como brillante: nada más tienes que decir cosas brillantes, mi amor --y me lanzó un beso. Se me hizo más jota que los maricones.

--A lo mejor ya está en la casa, durmiendo, y nosotros acá como tontos --razonó Aníbal.

--¡Ay mi vida, también piensas! Todo mundo se levantó con grandes ideas el día de hoy. Hasta voy a apuntarlas.

--No mames, pinche Melba --volvió a rezongar Aníbal y volvió a subirle al volumen. Y se puso a cantar por encima de la canción, ya a gritos: Dicen que soy maaaala yerbaaa.

--Siempre está la de malas --dijo Melba, con gritos más sonoros y agudos que los de Aníbal--, además, sabiendo que estoy aquí, ni modo que se desaparezca y ya... como que está raro.

Juanito sabiamente interrumpió el concurso de gritos, y se estacionó frente a una especie de marisquería.



CERCA de San Isidro hay varios pueblos, cada uno con su balneario, más o menos rústico, y sus cantinas legales y clandestinas, de modo que teníamos trabajo de sobra.

--¿Y si mejor fuéramos a los balnearios? --propuso Juanito.

--Pero al Jirafón le da por las clases populares, no por el turismo --reflexionó Aníbal.

--Nada de eso, mi vida --protestó Melba--; es versátil: le da por todo mundo. Sólo que por etapas. Tiene su etapa rosa, su etapa azul, su etapa surrealista, y cuando termina con todas las etapas vuelve a la primera. Luego se pone romántico y se enamora de juniors y hasta de casados bien panzones. También le da por los viejos, que con ellos se siente seguro, dice. Que para regenerarse, que para sentir amor del bueno. Para recordar otros tiempos. Ves --me dijo Melba directamente, con gran familiaridad, como si yo formara también parte de la tribu-- que él empezó chamaquito, a los doce años, de segundo frente de un tío casado, hermano de su mamá. Ora sí que empezó de rival de su propia tía. Que dizque el amor de su vida, ¿pasas a creer? El tío lo iba a recoger a la puerta de la escuela, le cargaba la mochila, lo paseaba en coche, lo llevaba a los baños de vapor como si fuera su papá, y a comer hamburguesas, y al cine. Anda desengañado desde que lo dejó su tío, a los trece años.

--Por otro sobrino, seguramente --dijo Aníbal.

--¡Pero qué le diste de desayunar a este muchacho! ¡El día de hoy hasta hace chis-tes! También a ti te contrato, lindo --Aníbal sonrió, halagado--. Sólo que no fue por otro sobrino, sino por el cura. Esto es: el tío de repente se enfermó, creyó que era cáncer o algo así, no fue nada, pero vio muy cerca las llamas del infierno; entonces se arrepintió de todos sus pecados, hizo una confesión general con el cura, prometió enmendarse y reparar el daño. Así le dijo el cura: que corromper a un menor, que introducir el escándalo en la vida de un menor era un gran pecado, y que había que reparar el daño. Ni modo que le fuera hacer trutrú en el culo al Jirafón, ¿no? No se trataba de eso. Sino de quitarle las malas mañas que le había enseñado. Entonces el tío agarró al Jirafón, le soltó todo el catecismo, la condenación eterna y todo lo demás, y lo obligó a que él también se confesara y comulgara, porque si no el propio tío iba a contárselo todo a su mamá, ¿no?, que eso exigía el cura, si no no le daba la absolución, si el daño no quedaba reparado. Y ahí va chillando y negro de coraje el Jirafoncito con el cura, a hacerle el paro a su tío. Y se quedó abandonado pero bien confesado, dedicado a la pura puñeta, por más que le rogó y el rogó al tío en vano, el tío ya no lo quiso por puto; y menos luego, cuando el Jirafón ni tardo ni perezoso se dio a talonear por las calles de su colonia, por las paradas de peseros. Pero tuvo final feliz: antes de los quince años el Jirafón ya se conocía toda la Zona Rosa.

--A lo mejor del pedo que se puso se regresó a México, a casa de su tío --dijo Aníbal, tomando en serio aquello de que estaba en su día de ingenio.

--Lo dirás de chía pero es de orchata. Todavía le da por llamarle a veces por teléfono. No le dice nada: se queda callado, oye su voz, y llora. Imagínate qué voz de su tío ha de oír cuando le llama en mitad de la madrugada: puras mentadas.

--Voy a hablarle a la Nenuca --dijo Aníbal--, chance y ya llegó el Jirafón.

--Ya nos hubiera llamado por el celular --dijo Juanito. Ahí estaba mudo el celular en la mesa.

--Ah pos sí.

Y había que apurarse o nos quedábamos sin bacalao para navidad. A la vizcaína. Especialidad de Melba. Pero al Jirafón le tocaba desmenuzarlo. Era el que tenía más manos. Y además había sido el Jirafón quien pidió el dichoso bacalao, que es una chinga, porque lo que era ella, se conformaba con dos o tres tostadas de pata, con eso ya ella tenía suficiente christmas.



JUANITO se acordaba de otro episodio de las osadas aventuras del Jirafón, ahora con un taxista. "El taxista más bién feón, gordinflón, de esos confianzudos que luego luego te hacen plática y te vacilan, y ah qué jovenazo, mire qué viejas tan buenas, puta, ésa que va ahí está buenísima, qué calores con la primavera, jovenazo", le había contado el Jirafón. Pero había que andar con tiento, porque luego sucedía que esos confianzudos eran de lo más cerrados de criterio, y no lo estaban ligando a uno, sólo la finta para distraer al cliente, hacerse pendejos, como que se les olvida poner el taxímetro, y salir con cinco o seis mil pesos más de lo que deberían cobrar.

Total, que el Jirafón le seguía la corriente, así como muy tímido, muy despistado, pero sí: las viejas que pasaban por la calle efectivamente estaban buenísimas, y sí, esto del calor y de la juventud como que son explosivas, y a la dama por la hermosura y al caballero por la apretura, y sí: cuando no hay lomo de todo como, y con tal de que sea agujero aunque sea de caballero, etcétera. Pero el taxista como que no se lanzaba, no se decidía a dar el zarpazo, y ya habían llegado al destino del Jirafón, y el taxista le estaba soltando la cuenta con tres nuevos pesos de sobreprecio, nomás por sus huevos: en total, unos veinticinco mil de los viejos pesos, seguía diciendo Juanito. El Jirafón se escondió la cartera en los calcetines y decidió jugar a lo bravo. Se anduvo esculcando por todos lados:

--¡Chale! ¡No traigo mi cartera! ¡Se me perdió! ¡Perdí mi cartera! ¡Chin, mano! ¿Y ahora cómo le hacemos!

--Pos usted dirá --contestó el malencaradote, disponiéndose para los madrazos.

--Pues un cuerpomático y quedamos a mano --propuso con cara de resignación el Jirafón.

--¿Un qué?

--Un cuerpomático, un instansex: digo, que te la mamo.

--Orale.

Pero cuál no sería la sorpresa del Jirafón, cuando después de atragantarse y lamer cual consumado experto, cuarracácara, cuarracácara, ahí solplándole las bolas, y peor que el taxista era un cochino y no se la había lavado y apestaba todavía al palo que se había echado con su mujer, guácala, cuarracácara, cuarracácara, el pito olía a panocha, y vete a saber si a panocha nomás del día o de toda la semana, cuarracácara, cuarracácara, le salió con que ni madres de que quedaban a mano; que ahora eran cien mil, ¿no?, porque no se la había dejado chupar de a gratis, y que él cobraba caro, cuarracácara, cuarracácara, así que ahora le debía cien mil o le rompía todo el hocico.

Y lo bajó a madrazos, y le quitó la chamarra, pero ni así se juntaban los cien, porque el taxista decía que la chamarra estaba re vieja y re fea, y de estilo muy maricón, que soltara los tenis, aunque también fueran tenis de puto, con adornitos de colores pastel, y cuando lo tumbó para quitárselos asomó la cartera en los calcetines. Total, que al Jirafón le salió la mamada más cara de su vida, cuarracácara, cuarracácara, y ahí dejó, además de su honor, cuarracácara, cuarracácara, rió el Juanito, chamarra, tenis, cartera y bilis. Colorín colorado.



ANDUVIMOS para no hacerte el cuento largo, oh Impaciente, por cuanto changarro apestara a alcohol o tuviera lugareños dignos de despertar las pasiones del Jirafón, nos metimos por todo tipo de veredas de los alrededores de los pueblos, donde no llegaban aun el pavimento ni la electricidad, puras brechas llenas de escuincles encuerados y de perros. Visitamos un convento (Juanito pidió que olvidáramos unos minutos al Jirafón "para gozar de esa joya del seiscientos", como decía el catálogo que me compró como souvenir), dos parroquias, unas ruinas prehispánicas que más bien parecían tiradero de cascajo.

--Ay no mames --rugió Melba--, cómo ruinas, ni modo que se haya vuelto arqueólogo: ves que él no acepta la alta cultura, pura cultura viva, cultura popular. Se va a remputar cuando se entere de que lo creímos capaz de visitar a medio día una pirámide.

--A lo mejor le dio el telele y se volvió culto --cuarracácara, cuarracácara.

Preguntamos inútilmente por él en varios balenarios, casi desiertos todavía, pero ya en grandes preparativos para el turismo posterior a navidad, con muchos trabajadores que arreglaban los jardines y las albercas. En uno, "El Higo", casi creímos hallarlo, porque estaba invadido por una excursión de travestis. Todos eran travestis en esa excursión, hasta el guía y el chofer del camión. Pero estaban ahí tiradotes, despanzurrados, sin sus maquillajes ni sus atavíos, como un documental amarillista de machos operados con tetas, greñudos oxigenados y ojos depilados. Unos traían las tetas caídas, como si la operación les hubiera salido mal o algo, y ahí andaba uno con su truza, que dejaba ver el buen paquete, y los grandes colgajos. Aníbal puso cara de fuchi. Otro traía las cejas depiladas y peinado de mujer, pero una barba cerrada y verdosa. Se curaban la cruda, descansaban para arreglarse y lucir al atardecer, cuando rastrillos y maquillajes y tacones y pistolas de aire y vestidos de noche y joyas y pelucas y demás obrarían sus maravillas. Se veían pobretones. Se hacían sus propias tortas. Ahí con ollas, en el suelo. Tortas de guisados. Parecían peinadores de barrio o del talón o algo así, tristeando, convertidos en sapos a la luz del sol, esperando la luna de las princesas. No, no habían visto a ningún largote de lentes.

--¿Por qué no preguntan en la Firestone? Anoche hubo ahí un reventón de escándalo. Estaba lleno. Hasta en la calle se bailaba de tanta gente que había. Sólo que ahí. Pero no digan que les dijimos nosotros, eh.

Nos dieron unas indicaciones, porque no había dirección. Era una colonia nueva que no tenía dirección. Puro domicilio conocido. Estaba hasta Cuernavaca, en las afueras de Cuernavaca. Cerca de la planta industrial de la Firestone, había una casa rosa que se especializaba en organizar fiestas gay por cooperación. Una cuota y barra libre.

--Ahora hay fiesta a diario, como son posadas. En la noche va ser la eliminatoria de la Señorita Gay 1993.

NUEVE



ANTE el tribunal de tu conciencia, oh Examinador de mi Santo Oficio, ah, comparezco para asentar que:

Item 1, Carmela no se va a quedar con los niños, ni con la lana. Está loca. ¡Querer que su corazón reverdezca a estas alturas! "Empezar de nuevo". Nadie empieza nunca de nuevo. Lo único que siempre vuelve a hacer uno es el ridículo. ¡Y con un jovencito! Que se largue a la goma, pero sola y trasquilada, pues.

Item 2, yo no quiero empezar nada de nuevo: bastante trabajo me costó llegar hasta aquí, todavía vivito y coleando, para que ahora me digan: "No, pues regrésate al punto de arranque y repite toda la carrera". Quiero los hijos que ya tengo, la familia que ya tengo, la mujer que ya tengo, carajo.

Item 3, ahora que lo pienso bien, siempre le falló un tornillo a Carmela. Con unas cuantas copas, con mota, con tantito sentimentalismo, va que vuela de regreso al kinder. Si todavía, a estos años, después de coger hay que arrullarla como bebita. Si hasta tenemos ese rito ridículo, secreto, de que le traiga, sin fallar una sola vez, una muñeca típica de cada uno de mis viajes. Tehuanas, chinas, suizas, holandesas. "Es mi hobby, mi colección", dice. Es tu chifladura, nena.

Item 4, mi error fue no haberla llevado al crucero por Baja California, en marzo: un corre-video-tape de la luna de miel, entonces, y unas buenas nalgadas, y seguro entra en razón; el Ojo de Moco le corrió el video-tape y le dio las nalgadas.

Item 5, hay que madrear al cabrón, hay que madrear al cabrón, hay que madrear al cabrón, hay que madrear al cabrón, hay que madrear al cabrón.

Item 6, por el momento no moverse: afianzar posiciones, diría el I Ching (según me lo echó la Nenuca, cuando regresamos de la Búsqueda del Jirafón). La Nenuca se lo echa así mismo todo el tiempo, hasta para decidir si le conviene seguirse tostando la panza o más bien la espalda. Con moneditas chinas, agujeradas al centro. Cuando el asunto es particularmente difícil saca las varitas de milenrama. Siempre carga en su equipaje un estuche completo de instrumentos del I Ching.

Item 7, no devolverle ni un centavo.

Item 8, nomás se calman las leyes y los abogados, y me llevo a los niños, carajo. A Tumbuctú.

Item 9, ella sola y con vete a saber qué cabrón(es), me los va a volver mensos, o locos.

Item 10, ¿por qué me emperro y me masturbo ahora, pensando en ella, si hace unas semanas lo que quería era que se esfumara? Cuando se fue dizque con su amiga Fabiola, pobrecita, tan divorciada, a Sudamérica, seguro la Fabi iba de despiste y con quien en realidad viajaba era con Ojo de Moco. El cabrón debió haber estado formadito en la fila, a unos metros de donde yo la despedía. Riéndose de mí el culero. Fabi de Tapadera.

Item 11, ¿por qué no meter toda la lana en valores seguros, tradicionales, irme a una casa en la playa, y no salir para nada a ninguna parte nunca jamás? Tecolutla.

Item 12, no es tiempo de reflexionar ni de hacerle justicia a nadie. Es tiempo de madrazos. Por el momento a matar, luego averiguamos. A ver qué consigue Sánchez.



SOÑÉ con Carmela. Llevaba un vestido azul muy ligero, que hace años no se pone. Yo le notaba algo raro, pero no era el vestido, eran sus piernas, y sus zapatos. Yo le decía que había un error, que no fuera mamona: que traía sus piernas de jovencita, y que esos zapatos ya habían pasado de moda y además estaban muy gastados; ella me sonreía con mucha coquetería, como jovencita, consciente de que sus piernan eran lo más bonito de su cuerpo. "Me las volví a poner para ti, que te gustan tanto". Yo no sabía si me lo estaba diciendo en serio o en burla. Eran unas piernas duritas, elásticas, jovencitas. Yo las besaba muy excitado. Pero ya no era ella, sino la putita madreada del Adis-a-Beba. Carmela andaba por otro lado, ya sin sus piernas jóvenes, ahora con un vestido rosa muy tonto que yo no le conocía. Lleno de moños, que dizque volantes, que dizque rosetas y escarapelas.



CURIOSO que a Carmela le haya dado por un mozalbete, bueno: casi: ya está huevonsón; para la edad de Carmela, el cabrón sí resulta un mozalbete. Yo siempre vi el peligro por el otro lado: los hombres maduros, incluso los demasiado maduros, dispuestos a hacerle lentamente, con suavidad, todos sus caprichos: a protegerla, un poco como a una hija extraviadona, la niña crecida, la bebota caprichosa que nunca ha dejado de ser. Ahora pienso que ella siempre me pidió hacerme mayor de lo que soy. A ella le tocaban todas las locuras, las babosadas; yo aquí en el timón, sorteando las catástrofes de sus caprichos.

No que yo sea un sabio: sencillamente esto, Carmela: yo no pierdo toda la cabeza, no toda, ah, y menos cuando van los niños y tú de por medio, babosa.

Los matrimonios no debieran durar más de cinco años. No es sólo que las cosas vayan perdiendo velocidad, como un disco que finalmente se detiene y ya: y eso fue todo; no es sólo la irritación, el hartazgo, la rutina: sino que uno ya da por supuesto al otro. Esto ya lo habíamos hablado. En lugar de atormentarnos hasta el cansancio, íbamos bien, ahí la llevábamos abiertones, liberalones. Pero entonces, pinche Carmela vanidosa: un cabrón inexperto, que no te ha sufrido ya miles de veces, te toma con el resplandor de la novedad: ¡pero qué inteligente! ¡pero qué guapa! ¡pero qué apasionada, mi amor! ¡Nunca había conocido a nadie así! ¡Qué interesante lo que dijiste, mi amor, nunca había pensado en ello! Y así ochenta mil frases pendejas. Y ella se siente el Ave del Paraíso con el Príncipe A Su Medida en Un Lugar Fuera del Mundo, carajo. Si esa película ya la vimos: de esa película precisamente nos escapamos de chamacos. En un año, qué digo un año: en unos meses, ya van a estar dando los dos tamaños bostezotes, frente a frente. De joven, uno está lo suficientemente aturdido y pendejo como para creerse esas cosas, pero ahora, a estas alturas, vieja ruca. Entre más viejos más pendejos.

Puta Carmela: ¿por qué no te conformaste con coger discretamente y ya? ¡Y ya!



ME DIJO que yo era un misógino, un putañero, un Herodes con mis propios hijos. Me dijo que yo no entendía a la Mujer, sólo a las putas. Entonces, las putas son marcianas, respondería Aristóteles, en un libro de lógica de la prepa. Me dijo que para mí era muy fácil resolverlo todo con reventones y puras putas. Me dijo que cuántas porquerías no haría yo con las putas para aburrirme con ella, y no tratar más que con putas; me dijo que ni siquiera le ponía los cuernos con otra mujer decente, sino con puras putas putas putas.

Pues sí: sería mejor un mundo sin hogares, puras putas. Como Las mil y una noches: uno de rajá lleno de putas, pinche Carmela, para que lo sepas. Y nada de tener esposas feministas. Agggh.

Benditas las putas, y las que no sólo lo son sino también lo parecen, y lo desean, y le meten el gusto, y a mí me gusta el gusto y al gusto le gusto yo y a quien no le guste el gusto tampoco le gusto yo, ah. Con ellas se descansa. Con ellas coger no es puro rollo ni una práctica de sicoanálisis. Coger por coger, sin andarse demostrando musarañas.



CURIOSO que a Carmela le haya entrado el snobismo de la defensa de los animales. Todo el tiempo protestando por la crueldad contra los toros. ¡Abajo las corridas! ¡Quién se lo habrá metido en la cabeza? ¿Ojo de Moco? Ella nunca había pensado en eso. ¿Por qué la novedad de compadecer a los toros? ¿Nomás porque son animales? Y las ratas, y las hormigas, y las cucarachas, y las ladillas que algún día tuvimos, ¿no son también animales, ah?, ¿no las exterminamos cruelmente? Comité de damas menopáusicas opositoras a la crueldad contra las cucarachas. Albergues de cucarachas abandonadas, administrados por esposas abandonadas. Sanatorios para hormigas fumigadas. Servicios fúnebres para ladillas masacradas.


TODO iba bien. Los niños, más lindos y alegres de lo que jamás fuimos nosotros, ah. El mundo está lleno de matrimonios menos estables que el nuestro. Todo estaba bien. Los negocios marchaban. La casa marchaba. Tú y yo nos divertíamos juntos y separados, por aquí y por allá. Habíamos llegado a las películas C, maduras, civilizadas, coloradonas, ¡y zas, Carmela, regresaste al canal de las telenovelas? Carmela, heroína de "Vivir de nuevo". Tantos Rolling Stones para volver a Los Dandys.



CURIOSO que a Carmela le dé contra los plásticos. Que no se degradan, que son basura eterna. Que dentro de cinco siglos ahí andarán todavía nuestras bolsas de plástico del super, arruinando el ambiente. ¡Carmela, ella: le valen madres tantas cosas de ahorita, pero eso sí, muy preocupada por el aspecto de la carretera a Singuilucan dentro de cinco siglos! Ya no va a haber Singuilucan.



SUPONGAMOS que ella dice: "Ya párale. Me rindo. Pido paz..." Ni madres: ahora es la guerra. Tú rompiste las reglas: tú pierdes; te largas sin los niños, sin la casa, sin la lana. He dicho.

Supongamos que ella dice: "Perdóname, mi vida: ora sí que fui una loca y me ofusqué". Ni madres: una táctica más para ganar tiempo y ponerme la trampa mortal.

Supongamos que ella dice: "Guerra a muerte". Pues guerra a muerte: no ceder en nada, así haya que jugar el rol del Marido Vil, Padre Desnaturalizado, Asaltante de Señoras. He dicho.



PINCHES viejas. Sólo se parecen al cabrón que se las cogió ayer, y no conservan nada del de antier. Antier Carmela se parecía a mí. Ahora está llena de pensamientos, y palabras, y moditos del Ojo del Moco.

¿Si te vuelvo a besar, voy a estar besando al Ojo de Moco? Sabios los abuelos: las mujeres como las escopetas, siempre cargadas y detrás de la puerta.




SOÑÉ con Carmela: que ella estaba como ahorita, bueno más rucona, más señora de lo que es, más arreglada, y que yo era estudiante todavía. Era yo, sabía que era yo: pero tenía otra cara, nada étnica, muy universal: cara de ojo de moco. Pero yo sabía que era yo, con otra cara, y que la estaba engañando, porque ella creía que estaba con el Ojo de Moco. Y me la cogía sin piedad, porque ella decía que ya estaba harta de pura posición misionera antes de dormir. Entonces así, con violencia, haciéndole daño. Y veía al marido, que se parecía a mí, todo prietote y malencaradote el cabrón, y también era yo, pero como otro yo, más alivianado, más viejo, ya en la otra orilla de la edad, ¿serías tú, Valedor?, y me gritaba: "¡Ole, torero!", como si él me hubiera contratado para chingar a su mujer o algo, y yo me sentía bien ruin, pero necesitaba la lana. A alguien le debía yo esa lana y tenía que conseguirla a como diera lugar. Pero luego la cosa se complicaba porque la propia Carmela sacaba de su bolsa su chequera, y me decía algo así como: "Sí pero que no lo sepa mi marido, se puede ofender de que a ti sí te pago". Luego decía: "Ya ves que a él le gustan las putas. Me puede perdonar alguna aventura por ahí, pero no que yo contrate a un gigoló, eso no lo acepta. Dice que eso denigra a la mujer. Ya te digo que es un macho, un misógino".



CURIOSO que Carmela ande ahora investigando si los amiguitos de nuestros hijos son o no buenas compañías. ¡Si tienen seis, ocho, nueve años! Y tanto tú, Carmela, como yo, ya a esa edad, éramos malísimas compañías para otros niños. Y no hubiéramos querido ser de otro modo.



NO ESTABA enamorado de ti, ni me gustabas tanto. Había algo mejor: eras mi cómplice, mi aliada, contigo se podía vivir, contigo mis desmadres no parecían tan locos, te fui adorando por tus propios desmadres, con ellos me perdonaba los míos, juntos y de acuerdo nuestro desorden parecía tan normal, tan correcto. Arrastrada.

Pude haber elegido a cualquier otra. Más buenota, más bonita. A mis cuarenta años confío en valores más sólidos, más seguros. No que dizque un buen corazón: ¿cómo te aseguras de que un corazón es bueno? Las nalgas las ves: los corazones, ¿cuándo? A mí mis timbres: un buen coño. Un cuerpazo durito, todo en su lugar, moreno, disipadón, desvergonzadón: que de veras sienta a un hombre, abiertamente. Nada de platicar. A platicar a la tele, esos programas de "opinión", bla bla bla, puras cacatúas. Que sepa sentir de veras a un hombre pues.

Con cualquier otra la vida habría sido mejor que contigo. Tenías lana: un punto a tu favor. Braguetazo bingo. Pero sólo un punto. A cambio, ¡cuántas otras chingaderas! Dos platillos en la balanza. Por avorazarme salí transado. Parecías libre, moderna. Ofrecías todo junto, en bandeja de plata: dinero, desmadre y amor. D + D + A.

Ojalá yo hubiera tenido más confianza en mí, más paciencia: con cualquier otra hubiera empezado desde abajo: me hubiera tardado más en subir, pero una vez arriba, no me habrían derrumbado de esta manera, ah. Habría tenido un hogar sin tos. Sin panchos. Y no la pinche película de espantos que ha sido tu amor. En tu corazón sí que espantan.



ESCENARIO número 1: Supongamos que se pone civilizada, que me pongo civilizado: arreglo civilizado con los niños, ¿qué sí le doy, qué no?

Civilización: mis huevos.

Escenario número 2: Llega arrepentida y me promete nunca más pecar, ah. (Es capaz de esto, es impredecible: esta lo-ca). No: ya qué hueva, ya a la chingada.

Escenario número 3: El cabrón ve la carga en serio: Carmela lo va a hacer rendir en serio, ah, todo el tiempo, en todos sentidos, por todas partes; y la ve con problemas de lana, porque su servidor arreó con todo, ah. Ahora Carmela de pobrecita. Estrella de la telenovela "Pobrecita millonaria". El cabrón sale destapado, volándole lo que le queda. Y ella regresa a mí con su frase célebre: "Tenías razón, mi amor".

Escenario número 4: Pesco al cabrón. Me deshago de él. Nadie sabe, nadie supo. (Variante: sí se supo: fotos en los periódicos.)

Escenario número 5: Me entra a mí también la locura de volver-a-empezar. Reverdecer a los cuarenta. Enamoro a un pimpollito y "rehago" mi vida. Ni madres: no hay nada que rehacer. A estas edades, el que no se domestió a tiempo, ya no se domestica. Sigue siendo gato montés. Será un pimpollito, y luego otro, y luego otro.Cada nena su casita y su papelito, y su desmadre y su pleito, con cada una Tormentoso Final; y luego a la vejez viruelas, oh tú, Mi Vampiro Favorito... Ni madres, Carmela: regresas por mis huevos, ora sí que mi mera propiedad, y domadita y... ¡vivan las putas!



SOLTERITO, como película de Frank Sinatra o Jack Lemmon. Un mayordomo inglés, mudo, que sirva martinis y desaparezca en cuanto llegan las rubias (Virna Lisi). Un departamento pequeño pero a todo lujo; no, un penthouse, que se chingue el mayordomo con la limpieza. Música clásica: clásica pero moderna, nada de novenas sinfonías. Dominó y cartas con un club de solterones incorruptibles. Jurados a muerte.

Tiernos fines de semana con los niños: un papá excéntrico y gastalón, que brille. Allá los otros pendejos que la hagan de choferes y pedagogos. Yo muy acá, muy Baron de Munchhausen, muy Doctor Doolittle, muy Papacito Piernaslargas. Los llevo al hipódromo, a las carreras de autos los domingos. Agggh.

Cuando un hogar se rompe "para no perjudicar a los niños", no hace sino repartirlos entre dos (probablemente más de dos) nuevos hogares rotos, diría mi mamá. La familia es la familia y se sostiene como esté y pase lo que pase, carajo. Sabia mi mamá. Si tu jarro se rompe, lo pegas; no lo andas cambiando por otros jarros rotos.

Los nuevos amores siempre llegan: cuestión de no estar tan tirado a la calle. Pero nuevas personas con que las que uno pueda vivir sin hacer cortocircuito a cada rato, sin ahorcarlas ni que te degüellen en cualquier momento, está cabron. Si nosotros, Carmela...

Guerra: no contabas con mi astucia.

A ratos pienso que ser padre es algo antinatural, contranatural, peor aun que ser esposo. Pura invención santurrona: nunca funciona. Así lo que se dice funcionar. De un modo o de otro siempre se fracasa: uno siempre sale con que como esposo resultó un hijo de la chingada, y que como padre, peor; si como amantes, que tiene más sentido, es como más fácil, más concreto, más normalito, más animal, salimos con cada pinche mamada...

De modo, señora Peña, que cualquier recién llegado puede ser mejor padre de mis propios hijos que yo, ¿ah?



CURIOSO que la Carmela quiera hacer una nueva vida. ¿Cómo es una nueva vida: va a cagar por otro lado? ¿Va a hablar en sánscrito, se va a meter a enfermera de beneficencia? Una nueva vida. La vida es siempre la misma. Anda caliente por una nueva verga, ah. Ni siquiera verga: ahí no hay peligro: por un nuevo rollero. Se debe pasar las horas de las horas con Ojodemoco echando saliva. Amor de pericos. Bla bla bla bla. Burbujas. Espumas. Está loca. Bla bla bla. Loca. Pendeja. El cielo y sus estrellitas, el mar y sus pescaditos. Lo-ca. Blablablablá.



MEJOR aquí le paro. Estoy demasiado pedo. Pura pendejada. Uno en esta vida hace puras pendejadas. Uno se pasa los años partiéndose el lomo para hacer las cosas lo mejor posible, y resulta que todo fue pura pendejada. Que todo valió queso. Que nada en tu puta vida valió la pena. Sólo fuiste un pendejo haciendo pendejadas para otros pendejos que te hicieron pendejadas y sigues viviendo por pura pendejada hasta que haces la pendejada de morirte y entonces los ojos pendejos ponen el ojo bizco y te lloran y te extrañan como si nunca nadie antes se hubiera muerto jamás.

Estoy demasiado pedo. Irse de putas. Con la más vieja y más fea que encuentre en San Isidro me voy a acordar de ti, Carmela.

¿Para qué la vida, para qué los zapatos, los vasos, las mesas, las casas; para qué la puta luna, para qué las putas putas, para qué la lana, los números, los coches, si todo es una pendejada? Esta chamarra que traigo puesta, llena de bolsas y botones, qué pendejada.

Amanceré encuerado en un jacal, con una puta entontecida y cruda, sin hijos, sin pasado, sin futuro, sin yo, sin nada.
DIEZ


EN SEGUIDA, para tus archivos, oh Memorioso, consigno algunos momentos de mi rencuentro con Juanito en San Isidro.

--¿Has vuelto a ver a Gutiérrez, Esteban Gutiérrez? --me preguntó Juanito cuando apenas íbamos a San Isidro, mirándome desde el espejo retrovisor con sus lentes negros, que usaba casi exclusivamente par manejar.

¡Cómo había cambiado el Juanito! Él, que parecía el más débil, el mejor candidato al fracaso, el perdedor sin remedio, ahora andaba con su vida ordenada y ligera; yo, en cambio... Las vueltas del tiempo. Seguía, claro, mariconsísimo al hablar, al caminar, al mover las manos, al mirarte fijo a los ojos, con coquetería, pero sin quererte coquetear, simplemente se le habían quedado los ojos coquetos para todo. Pero en lo demás, cuánto había ganado, firmeza, seguridad, mando; ya no tenía aquel temor, aquella disposición a echarse para atrás y pedir disculpas, aquellos retos histéricos: andaba muy dueño de su vida, muy con su vida a su soberano gusto y bien resuelta, el cabrón. Y con su novio de superlujo.

Pensé que parecía mujer ejecutiva, y que si los maricones seguían imitando a la liberación femenina y empezaban a nombrar al azafato del año, al peinador del año, al modisto del año, al edecán del año, y cosas así, pronto veríamos al Juanito en la portada de una revista como el Triunfador Gay del Año: el arquitecto del año. A lo mejor no tenía tanto éxito ni tanto dinero como aparentaba, que era de esos dandies que todos sus ahorros los traen puestos, pero ¡qué diferencia con el putito escamado y servil de la universidad!

--Bueno, me lo encontré una vez en un restaurante, hace tiempo: pero los dos íbamos demasiado ocupados, nomás nos abrazamos y nos dijimos qué onda, qué tal.

--Pues le fue, uf, de la chingada. Primero le iba a toda madre, de secretario de no sé qué senador, y pasó luego con un buen puesto a un fideicomiso turístico, en Veracruz. Hasta me invitó, de dizque asesor, a que opinara sobre unos proyectos chafísimas para la remodelación de un hotel. Me pasé quince días a todo dar, todo pagado, corrigiendo y parchando mamadas; aunque no pude hacer mucho, los proyectos ya estaban en marcha, nomás salvé ahí los peores desastres... Pero luego no ha pegado su chicle en nada. Anduvo sin chamba un buen rato, hasta le tuve que prestar una lana, los de American Express andaban tras sus huesos; ahora creo que anda en relaciones humanas en una compañía de software, salario de hambre, en fin, para sus pretensiones...



UNA TARDE nos nos fuimos Juanito y yo a tomar unas copas a Jojutla. Aníbal lo resintió y se echó enfurruñado sobre el sofá, hojeando sin ganas una vieja revista de espectáculos, como desairado, como abandonado, haciéndole sentir que se iba a quedar ahí aburridísimo y triste, echado, sin moverse, sin cambiar de revista, casi sin cambiar de página, todo el tiempo que pasara conmigo. Rubén trataba en vano de hacerle conversación sobre un programa de huesos de dinosaurios yucatecos en la televisión.

--Ay Nenuca, ¿a mí qué me importan los dinosaurios yucatecos? Ni que fuera un Spielberg yucateco.

Ya en la cantina, Juanito me dijo que no, no se podía quejar. Frente a nosotros, en una mesa, dos amantes se peleaban y se reconciliaban ruidosamente a cada cinco minutos: él se explicaba, la besaba, suplicaba, hasta que finalmente ella lo perdonaba, se fajaban un rato en gran show, ella de pronto volvía a soltar a llorar, él a explicarse, a besarla, a suplicarle. Era una especie de restaurante bar, que después de las cinco de la tarde se acantinaba. En la rocola Laura León: Yo soy del club/ de mujeres engañadas/ pobrecita de mí/ no creo más en nada./ Yo soy del cluuuuub...



NO, NO se podía quejar: le había ido mejor de lo que hubiera deseado. Ya hasta había estado en Europa, temporadas largas, y como tres veces. Me sorprendió la importancia que Juanito le daba a los viajes turísticos, como cuentos de hadas que hubiera conquistado. Hablaba de los trenes, los tranvías, los hoteles, la decoración, el servicio de los restaurantes, los museos, con tal entusiasmo y con tanto detalle, que empecé a exasperarme.

--¡Pero eso también lo encuentras aquí, hasta en hoteles de tres estrellas!

--Pero aquí todo eso es falso, rancherote. Claro que aquí hay champaña, la misma marca, pero es Jojutla: nomás no te lo crees, aunque sea lo mismo nomás no lo disfrutas igual.

La mujer gritó, se levantó, volcando una cerveza, corrió a otra mesa, el amante la siguió, volvió la discusión, al rato casi se estaban acostando sobre el mantel.

Pensé que todavía quedaba algo de ingenuidad, de infantilismo en Juanito. Para él demasiadas cosas sin mayor lustre, casi banales, pero caras, tenían gran prestigio, como de un sueño. Un paseo en lancha por los canales de Amsterdam, al anochecer, tomaba proporciones de película: el menú, las velitas en las mesas, los edificios antiguos, la casa de Ana Frank, la marea, los otros turistas, con los que había hecho amistad en su medio inglés, y a los que años después seguía mandando tarjetas y obsequios artesanales para navidad. Sus Grandes Relaciones con el Extranjero.

Había algo de orgullo, de por fin me colé en el banquete de gala, y también cierta tristeza, como duda de su propia legitimidad, en este inesperado triunfador. Me reí al imaginarlo en un buen restaurante parisino, recomendado por su agencia de viajes, con traje de etiqueta y servicio de plata, tieso de miedo de cometer una impropiedad y de que los demás clientes le chiflaran y lo mandaran a cenar a la cocina: "¡A la sección de nacos, maricón"; venerando a los meseros, poniendo cara de elegante mientras ordenaba sus platillos al tin marín; escogiendo precisamente los menos difíciles de pronunciar en francés.

Al fondo de la cantina había un gordo gritón con tres muchachos serviles, como un patrón y sus empleados, pensé, en el convivio de fin de año. El gritón se explayaba rebosante de ocurrencias y de chistes, se celebraba a sí mismo, pedía más tragos al mesero, discutía con él sobre marcas de whisky, hacía servir otra tanda de Brandy Presidente para los demás, y los muchachos lo celebraban con timidez, con risitas nerviosas.

Como si buena parte de sus ideales de adulto fuera realizar, en la edad madura, todos y cada uno de sus sueños de niño y adolescente, Juanito vivía en un mundo donde todos los aparatos, los productos, las modas, tenían un esplendor desproporcionado.

--Pinche Juanito, cualquier trasto te hace ilusión.

--Pues sí, el Jirafón dice que soy consumista y qué. ¿Qué de malo tiene comprar, darse gusto? Y además, fuera de eso, ¿qué sí tiene la vida? ¿para qué trabaja uno?

Me imaginé su departamento como una gran casita de muñecas, con habitaciones calcadas de las fotos de las revistas de decoración; vitrinas llenas de souvenirs, de bibelots; bonsais, álbumes de fotos para mostrar a todas las visitas...



ME HABIAN llegado rumores de sus desgracias. Todavía estaba en la universidad. Pasó por tres carreras, no terminó ninguna: ninguno de nosotros, los amigos de entonces, se recibió de nada. Uno de sus enamorados (siempre le han gustado jovencitos, ah, como que con hombres mayores se intimida, odiador del mundo adulto, a lo Michael Jackson), en un rapto de estupidez, se confió ampliamente con su hermana. Era la época en que estaba de moda "salir del clóset". Y al rato estaba Juanito en la Cruz Roja, todo madreado por el padre del chamaco. Y además, demandado de corrupción de menores.

Juanito no duraba en los trabajos, por modestos que fueran, de ayudante de oficina, de dependiente, de mensajero. Siempre había un enemigo al que le caía gordo, bromas que se iban volviendo más y más pesadas hasta que resultaban insoportables. Entonces, en su cuento de hadas, después de todas las tribulaciones, apareció el Hada Madrina y Juanito tuvo la suerte de la Cenicienta: un contratista norteamericano ya viejo, ya a punto de retiro, que le dijo: "Ah Juanito, mira, sí sabes dibujar; sí se ve que tienes buen gusto". Y en unos cuantos meses que trabajó con él, Juanito se hizo de una carrera mejor que las universitarias: la de dibujante y proyectista fantasma. Hacer a destajo los planos y diseños, y luego los proyectos, cada vez más elaborados, que otros firmaban. Ahora hasta se hace llamar arquitecto, arquitecto Juan Jácome, así dicen sus tarjetas, así contesta su secretaria, y tiene hasta su despacho propio, donde manda a dos arquitectos tontos y titulados.

--Pues aquí humildemente maquilo para grandes compañías constructoras. ¿Has visto la nueva imagen de Vip's? Bueno, pues es mía.

Regresamos temprano a San Isidro, no fuera que Aníbal de veras se enojara, y luego era difícil encontentarlo.

--Es tan buen chico, de veras... Todo un bocato di cardinale --apuntó, goloso. Cuarracácara cuarracácara.

Cuando sus padres lo enfrentaron, y le dijeron que se enmendaba de sus mariconerías (hasta le ofrecían siquiatra) o se olvidaba para siempre de la familia, Aníbal tenía a Juanito en la calle, esperándolo, en traje de lino y cochesote del año.

--¿Y sigues siendo católico, Juanito?

Su devoción religiosa, casi patética, era una de las cosas más chuscas, más subdesarrolladas, más tercermundistas del Juanito en la universidad. En esos años todos los estudiantes queríamos ser ateos, modernos, librepensadores. Más bien creíamos en los ovnis, en la era de acuario, los karmas, pero ahí andaba el meneado de Juanito con sus pantalones bien ajustados, presumiendo las nalgas (entonces usaba zapatos de plataforma y pantalones acampanados de terlenka, de mujer, para que se le notaran más la cinturita y el nalgatorio, y camisas de cuello mao con una franja vertical de bordados al centro, tipo Oaxaca), pero con su escapulario y su rosario igualmente visibles, y libros escandalosamente retrógradas como Dios hablará esta noche, Y la Biblia tenía razón: las revelaciones de la Sagrada Escritura confirmadas por la ciencia moderna. Pero al rato hasta los curas lo botaron: desprestigiaba sus parroquias. "Hay negros, indios y chinos en su santoral, pero no hay putos en los altares", se quejaba.

--Pues de creer en Dios sí creo, ¿no?, y los principios morales y esas cosas. Pero ser puto y católico es como ser hereje y católico, uf, hay contradicción, no se puede... Pero mi mamá sí sigue siendo católica --cuarracácara, cuarracácara--, es católica por los dos, me endosa todas sus indulgencias, hasta las plenarias y los jubileos. De modo que ya tengo el cielo, uf, afianzadito. Y más que un ranchito en el cielo, en las nubes, ¿no?, toda una finca --cuarracácara, cuarracácara--, en una zona celestial de veraneo, con sus ventanales a la playa, para echarle un ojo a los ángeles encuerados cuando nadan, cuando hacer surf.




SEGUIAMOS buscando al Jirafón. A un lado de la autopista, detrás de las construcciones industriales con grandes anuncios, volvimos a perdernos entre brechas improvisadas como calles, casas en construcción que colindaban con chozas de palos y milpas y chiqueros. Buscábamos la "casa rosa". La gente a la que le preguntábamos nos veía con desconfianza, como que no eran horas de andar indagando por ella, que qué nos traíamos o qué, éramos de la tira o qué, pensarían, y nos daban indicaciones falsas.

En dos ocasiones de repente se acabaron las calles; así, de sopetón desembocamos en una zanja y en un terreno alambrado. Unos niños se reían de nuestros apuros; otros, escondidos tras unas matas, nos gritaron "¡puuutos!". Entonces Melba se bajó del coche, los correteó, atrapó a uno de ocho o nueve años, en una actuación realmente convincente de la Bruja Maléfica del teatro infantil:

--¡Ahora mismo me dices dónde está la Casa de las Liendres o te arranco aquí mismo las dos orejas, demonio!

Aterrado, el niño señaló a la derecha: ahí estaba, efectivamente, a unos cincuenta metros, una casa que tenía pintada de rosa sólo la puerta. Juanito no quiso echarse en reversa por la brecha llena de hoyos y pedruzcos, y cruzó directamente por el llano. No se trataba de un safari ni andábamos en jeep, pero lo parecía. La casa era de dos pisos; el segundo, para variar, estaba inconcluso, con las varillas y los truncos muros de block al descubierto.

Aporreamos la puerta rosa, sin resultado. Pero de las casas y los campos cercanos se asomaron personas intrigadas, casi amenazadoras.

--¡Jirafón, con un demonio! --gritaba Melba--. ¿Estás ahí? ¡No me muevo de aquí hasta que salgas!

Esto lo dijo más bien como explicación para los vecinos curiosos, y para forzar a la gente de la casa a darnos alguna razón. Ni modo que Melba creyera que a las dos de la tarde quedaran todavía clientes de la fiesta de la noche anterior. Si Jirafas Gafas había estado ahí, con quiénes y adónde se había ido.

--Eso es lo único con ustedes los putos, que siempre necesitan su nana, su pilmama --rugió Melba.

Era capaz de haber agarrado para Acapulco con una banda de desconocidos, el rufián, pensaba Aníbal. Pero como decían sus fans: Melba operaba milagros. Y he aquí que desde la azotea, bajo un tendedero amarrado a las varillas de la construcción inconclusa, lleno de sábanas, toallas y trapos de fantasía, va asomando más encueradote que El esqueleto de la señora Morales, soñoliento, turulato, legañoso, el mismísimo Jirafón: de frente, de tres cuartos, de perfil, revolviendo las manazas como aletazos, como si todavía estuviera soñando: se veía un tanto obsceno con todo el costillar al sol, haciendo bizcos con sus ojos diminutos y semicerrados. Con lentes, en cambio, parecía Ojos de Búho.

--Agarra tus calzones y vámonos --ordenó Melba.



NO, QUÉ orgía ni nada, nos iba diciendo el Jirafón en el coche. Una pinche fiesta del pueblo. Para llorar de lo pobretona y desangelada. Pero venía toda la gente que no entraba a los bares pretenciosos de Cuernavaca: las vestidas, los mayates, los peones, los gordísimos, los viejos. Ahí medio bailaban alrededor de una grabadora de lo más doméstica. Aplastados contra los muros pelones, se daban aires de galanes y princesas con sus cubas en vasos desechables. Ni una silla ponían en el jacal, para que no quitara espacio al baile y al ir y venir de comadres y ligadores.

Había locas viejas que llegaban con sus sillas y todo, y se sentaban a platicar entre ellas en el jardín, como abuelas, nomás les faltaba sacar el tejido: sólo se daban sus escapadas al interior de la casa para criticar. Eran las ganonas. Esperaban a que los jovencitos se cansaran de rechazarse entre sí, todos compitiendo en vano por los más guapos; entonces recogían su silla, abrazaban a su jovencito borracho, y se iban a sus casas. En fin: el folklore de siempre.

--Pero de repente que veo un rostro conocido. Se me atrancó el estómago, me cae. El corazón, la lengua, todo se me atrancó. Yo lo conocía re bien, como si fuera de mi familia, pero no me acordaba quién era, ni dónde lo había visto.

Le había sido difícil reconocerlo porque estaba muy pintado: un viejo maquillado de joven, queriendo recuperar una expresión de adolescente de cuarenta años atrás; traía una peluca negrísima con copete de rocanrolero y todo, zapatos de charol, pantalones de tubo, una chamarra de cuero, de rebelde, con calacas y suásticas y todo.

--Sentí que lo conocía desde siempre: esa cara de caballo, esa narizota, la sonrisita de pelado de los años cincuenta, el cuerpo viejo pero todavía elegante, elástico.

Tardó en identificarlo unos minutos, que se le hicieron siglos, porque esa cara, ese cuerpo, ese modo de bailar que todos le celebraban con palmadas, los tenía Piltrafas Chafas en el corazón. Claro: ¡era el Elástico!

--¿Se acuerdan del Elástico? ¿Cómo que cuál Elástico? ¡Pues el mero Elástico, pinches ignorantes, el que se echaba ese número de rocanrol con Margo Sú en Juventud desenfrenada.

--Margo no bailaba rocanrol, querido --atacó Melba.

--Claro que Margo Sú bailaba de todo... El Elástico, el meritito rival de Resortes y del Calambres. Su número en Escuela de cómicos eclipsó al propio Resortes. Salió en muchas películas, pequeños papeles de pandillero o de rebelde sin causa: pero cuando los Grandes Astros bailaban rock y mambo y cha cha cha, las piernas que bailaban eran las del Elástico. Los galanes nomás ponían la pura cara: las piernas y los pies eran del Elástico. Pregúntale a Lorena Velázquez, a Evangelina Elizondo, a Lilia Prado, a Lilia del Valle, vamos: hasta a Emily Cranz. Todos sabían que era el rey del rock, en la mera época de Bill Haley y sus Cometas. Me le acerqué de inmediato y le dije: "¡Señor Elástico, qué honor conocerlo personalmente, puedo recitarle de pe a pa toda su filmografía".

El Elástico se puso feliz porque ya nadie lo recordaba. Todas las loquitas morelenses que iban a sus fiestas lo consideraban demente, un loco que se creía Clavillazo o algo por el estilo. El Elástico exigió que el Jirafón describiera en voz alta --hasta paró el sonido un rato-- cómo había llegado en cadillac al estreno de Juventud desenfrenada en el Cine Alameda, y cómo había firmado miles de autógrafos.

--Entonces le di la estocada final: "Baila usted padrísimo, igualito que en Juventud desenfrenada". Corté oreja y rabo, que ni Ricardo Montalbán; hasta me besó, hasta sacó el viejo disco de la película.

--Esa película no tuvo ningún disco --atacó nuevamente Melba--. No tuvo ningún éxito. No importó para nada. No se estrenó en el Cine Alameda.

--Claro que sí tuvo disco y éxito y todo lo demás. Tú no sabes nada. Entonces te dedicabas al puro teatro francés, puro Giraudoux, puro Anouilh, puro Ghelderode, y nadie iba a tus funciones, que eran muy pocas, en la Sala Chopin. Y entonces resolví el misterio de su desaparición del cine nacional, que no explican los libros. ¡Ya tengo mi tesis!

--Por fin --dijo Juanito--: saliste de la facultad hace diez años. ¿Y tus tesis sobre Verónica Loyo, sobre Cri Cri, sobre Tilín el Fotógrafo de la Voz? Cada rato empiezas una tesis nueva.

--Lo entambaron en Yucatán, un asesinato horrible en Valladolid. El se declara inocente. Pero le achacaron el cadáver destripado de un gringo loco, y estuvo el titipuchal de años en el bote. Claro: en Valladolid nunca supieron que el preso Luis Santibáñez era el Elástico. Y él no quiso decirlo, para no manchar su curriculum cinematográfico, ¿no? Ora sí que estuvo preso de incógnito. Claro, los yucatecos seguro que jamás vieron Juventud desenfrenada, bien mochos que son; ellos puro Viruta y Capulina.

--¿Y ahora a qué se dedica, maestro? --le preguntó el Jirafón.

--A engordar puercos --contestó el Elástico.

Y a organizar fiestas para putos pobres en su casa, la casa rosa, o la Casa de las Liendres, como la llamaban los lugareños. No siempre, sólo en las fiestas patrias, en las posadas. Bien barato: diez mil la entrada y con derecho a todo el Brandy Presidente que quieras. Las cocacolas aparte.

--Eso sí que es filantropía. De los putos pobres nadie se acuerda. Ojalá nomás el Elástico les pidiera que se bañaran --dijo el Jirafón--, porque olía a puritita estación del metro.

--¿Y estuviste cogiendo hasta ahorita con el anciano, degenerado? --preguntó Melba, haciendo una enorme cara de escándalo.

--¡Cómo crees! Nomás platicando. De películas. Haciendo acopio de información para mi tesis.

--Si eso es ir a la universidad --concluyó Aníbal--, mejor dejo los estudios para siempre.
ONCE


OTRO día fuimos a ver unos terrenos, Juanito quería comprarlos y poner unas huertas, árboles frutales. Le parecía lo más elegante del mundo producir kiwis, que las condiciones climáticas eran favorables y los mexicanos estaban empezando a agarrarle el gusto al kiwi. Chic el kiwi. "No el pájaro, pendejo. La fruta".

No, no vivía ya con su madre, desde hacía cinco años. No se podía tener intimidad con ella, era tan posesiva. Luego luego adoptaba a sus galanes como a otros hijos, y cuando Juanito se aburría de ellos y los botaba, pues a la mamá se le rompía el corazón. Se encariñaba tanto con ellos que después que Juanito los tronaba, seguía viéndolos en secreto, a sus espaldas: los invitaba, jugaba con ellos a las cartas, los ayudaba a coser y a bordar sus atuendos, los acompañaba a los departamentos de damas cuando querían comprarse ropa de mujer.

--Juega con ellos a las muñecas, pues. Dice que los maricones son más finos que muchas mujeres. Que una mujer puede aprender, uf, muchísimo de ellos --cuarracácara--. Entonces le compré el condominio de abajo. Bajamos a cenar todos los días y ella sube a veces, a controlar a la sirvienta y a husmearlo todo. Pero ya no la tengo encima todo el tiempo. Imagínate. Un día me estaba bronqueando con un chavo. Un chavo de lo más vulgar y cabrón, que me había engañado: me había dicho que era estudiante de medicina y ni a enfermero llegaba, trabajaba, uf, de afanador en una clínica, guácala. Bueno, ese chavo se había ganado a mi mamá a la mala, también con mentiras, uf, hipócrita. Y nos estábamos bronqueando porque el cabrón no sólo me estaba poniendo los cuernos todos el tiempo, sino que se había enamorado de otro chavo, supongo que pepenador o periodiquero, que también se decía estudiante, ahora estudiante de comunicación. Y quería llevárselo a vivir a mi casa. Que yo les pusiera techo y los mantuviera y los soportara a los dos, uf, pues niguas. Bueno, ¿pues pasas a creer que a mi mamá no le pareció mal la idea? Que yo iba a tener dos amigos jovencitos, en lugar de uno solo. Que me iban a acompañar, que yo estaba demasiado solo, que me iban a alegrar la vida. --Cuarracácara--. ¿Pasas a creer? Que eran mejor dos que uno. Que le gustaba ver la casa llena de gente. ¡Ya hasta conocía al otro gandul, lo había invitado a comer varias veces a su casa, lo había aconsejado de cómo ganarme, de cómo echarme a la bolsa, según ella, mientras yo estaba de pendejo quebrándome el lomo en el despacho! Y cuando le dije a mi mamá que cómo se atrevía, salió con que yo ya estaba dando el viejazo, que ya no era tan vital como antes, que me estaba quedando anticuado, y que además era un enojón, un sentido, un espantado, y, uf, un exageradote.

Ahora yo me reí como él, imitándolo: cuarracácara, cuarracácara.

La mamá de Juanito, cuenta la Nenuca, alias Rubén, no encuentra nada malo en los jotos. Hacen más o menos lo mismo que la gente normal, decía, riéndose con su boca chimuela (no soporta el puente, sólo se lo pone en ocasiones especiales, como carrocería de gala, y jamás para comer), sólo que por otro lado. Ora que lo único con los putos es que despachan por la trastienda. ¡Viene viene, quebrándose, quebrándose! A quienes no tolera es a las lesbianas, por absurdas: que todas son unas insolentes, y tontas, y maleducadas. Que a final de cuentas sólo se hacen pendejas, porque ellas ni trastienda ni nada:

--A ver, nada más explícame, si tienes la bondad: ¿cuál de las manfloras le hace a la otra algo que, digamos, valga la pena? Nada más que la tortilla, que el dedo, que la lengua. Nada más se andan por las ramas, se hacen pendejas... Por eso luego andan de puro hociconas.



EXISTEN dos malignas conspiraciones contra Aníbal, en las que todos participan, hasta Juanito, que se descuajaringa de risa como coche que se desviela. Dice que son inocentadas, puro buen humor y ya. Consisten, primero, en una especie de cultivo yucateco: lo provocan para que haga más y más el ridículo. Lo chulean todo el tiempo para que se esponje: que qué guapo está, que el pechito tan bien moldeado, la panza tan durita y tan sumida (esto en la alberca), que qué espera para triunfar como modelo, que ya quisieran los de las revistas Eres, Somos, TV y novelas ese palmito. Que además está todo proporcionado (esto lo dice la Nenuca), porque tiene piernas gruesas de deportista, no como tanto galán nomás flaco y ya.

Esta conspiración debe llevar meses, pero Aníbal todavía no se la sospecha. Solo se esponja, como aturdido en su modestia, como ruborizado, y modela cuanto le piden, se pone en las poses que le sugieren, y hace que uno lo toque para que vea que está todo durito, por aquí y por allá. Entonces explota su rencor contra todos los productores de espectáculos y de comerciales de México. Corruptos. Imbéciles. La cantidad de audiciones en que se ha presentado, pero claro, sólo les dan oportunidad a quienes se acuestan con menganito y sutanito, los zares del show business y del modelaje. Pero que él ni madres. Tiene su dignidad. No es un arrastrado con los otros. Que hasta le acaban de ofrecer una pasarela por aquí, un comercial de desodorantes por allá, pero que no quiso aceptarlos; él no baja su precio, mejor espera su gran oportunidad.

La otra conspiración, más cruel, consiste en provocarlo cuando dice una estupidez para que diga más, agarre impulso y termine diciendo los disparates más gigantescos. Si Aníbal afirma de repente, nomás para abrir la boca, que tal o cual cantante de moda es pésimo (denuesta obsesivamente a todas las estrellas juveniles), que ni canta ni nada, todos le dan la razón de inmediato: pura electrónica, puro laboratorio, puros trucos de publicidad y mercadotecnia, hasta que termina afirmando, todo acalorado, que ni Celia Cruz ni Plácido Domingo, bien mirado, valen tanto la pena.

Una vez salió con que se necesitaba mejor respuesta cívica para acabar con la contaminación de la ciudad de México. Que en Europa cada casa tenía su plantita en la ventana. Entonces Melba lo entusiasmó para que encabezara una campaña nacional de plantitas en todas las ventanas. Se discutió si se preferían malbones o violetas; ganaron los helechos. Pero no sólo en las ventanas, ¿qué no veíamos que en los pueblos mexicanos típicos en cada barda cabían, colgadas, docenas de plantitas: su clavito, su bote, su plantita? Melba convirtió a Aníbal en un líder, con su muchedumbre detrás, colgando botecitos con plantitas en todas las paredes de todos los edificios de Insurgentes, ¿y por qué sólo los edificios? ¡Cuánto espacio había en las bardas del periférico para colgar plantitas, y en el viaducto? En unos días se podía convertir a la ciudad de México en una ciudad de jardines verticales, colgantes; mastuerzos, millonarias, violetas. ¿Y los muros de los estadios de futbol? ¿Y las fachadas de las iglesias? ¿Y por qué sólo las paredes de cemento, si había tantas de cristal, en los rascacielos? Se podían colgar los botes de unas varillas, con sus alambres. Y ya estaba Aníbal decorando con millones de plantitas los mayores rascacielos, que la Latino, la Torre de Pemex, el Hotel de México. En unas cuantas semanas México se volvía la ciudad más verde del aire. Los coches tendrían la obligación de llevar todo el toldo lleno de macetitas. Todos los ejes viales llenos de trajineras motorizadas, como Xochimilco. Y de plazo se acabaría con el desempleo: se contrataría tanta gente haragana para que regara las plantas, ya nadie tendría excusa para pedir limosna. Pura clorofila se respiraría en la ciudad, gracias a Aníbal.



A SUS espaldas lo llamaban el Side-car, el Remolque, el Pegote, la Plasta, porque en efecto, se dejaba llevar en todo, tranquilamente, por Juanito.

--Sin Juan no decide ni siquiera si va a cagar --espetó Melba.

Nomás se quedaba echadote, luciendo, hasta que Juanito decía esto o lo otro. Entonces Aníbal se lo apropiaba, como si las ideas fueran suyas y él previamente se las hubiera dado a Juanito: "si desde cuándo te estoy diciendo, papi", que esto, que lo otro.

Cuando Juanito no estaba presente la conspiración florecía a lo salvaje. Lo traían de pirinola.

--Dice Juan que el rap ya pasó de moda --empezaba el Jirafón.

--Uta, pero si hace añísimos que le dije: "Papi, ya no pongas rap, ya pasó de moda en Estados Unidos. Aquí todo llega un siglo después. Cuando ya tiraron allá esas cosas a la basura".

--No, no. no --rebatía Rubén--: Juan dijo otra cosa: que el rap pasó de moda sólo para los snobs, que siempre andan como changos imitando lo primero que viene de fuera, lo primero que les ponen enfrente; pero que entre las personas cultivadas, y hasta entre quienes tienen sentido innato de la música, como nuestro pueblo mexicano, el rap es lo que más pega, y con tubo: ahí están todos los niños rapeando por las calles, ¿no? Dijo Juan que el rap es la mejor música para niños. Y que los niños siempre sienten la verdad.

--Pues claro --contratacaba Aníbal--, no hay que creerse todo lo que dicen en la tele: hay que hacerse uno su propio criterio, su propia música, su propia moda. Siempre se lo dije a Juan: "Papi, el rap es buenísimo para la infancia, para la juventud, y nunca pasará de moda ya ves que la música tropical tampoco pasa de moda, aunque la tele diga que ya no se estila".

--Lo que en realidad dijo Juanito --terciaba Melba--, es que el rap es de lo más zonzo y zoquete, y de lo más corriente. Que los raperos dicen puras babosadas. Que son puros discursos moralistas de histéricos. Que no es ritmo ni letra ni nada. Sólo ahí andan los babosos con su mal de San Vito, grite y grite como fantoches: "Mi mamá me mima mi mamá me ama cuca la caca".

--Pues sí --maniobraba Aníbal, a la defensiva--: yo siempre le he dicho a Juan: "Papi, las canciones tienen que tener su buena letra, si no qué chiste, un mensaje, algo; pura pendejada ni que estuviéramos alterados; y su buen ritmo, no puro tam tam".

--Pero Juan dijo --volvía la Nenuca a la carga--, que más valía el tam tam, como los tambores de Africa, ya ves la música afroantillana, que los requintos chillones, falsísimos, de los tríos. Que más valía pura pendejada descarada, nomás para ejercitar las quijadas, como chicle, que tantas letras mamonsísimas, cursilerías bien pretensiosas, como eso de Como un duende yo sigo tus pasos/ para ver si en verdad eres mía/ o repartes tu amor en pedazos.

--Pues es lo que les estoy diciendo a ustedes, carajo, desde hace horas. Yo eso se lo dije a Juan desde que nos conocimos: que a mí me chocaban los tríos y las baladas, que por eso no había nada mejor que el tam tam y que Huichilanga y Borondongo.

Y así hasta el infinito.



SEXTO día en San Isidro: navidad. Se anduvieron todo el día con un trajín secreto. Creo que su mayor diversión era esconderse de mí, que no viera nada, que no oyera nada, que no me atreviera a acercarme al cuartito donde Aníbal había llevado unas maletas que cuidaba como si guardaran oro. Ya se sabía lo que eran: vestidos, disfraces, ¿qué otra cosa podrían ser? Pero se traían la coquetería de las novias que esconden el vestido hasta la ceremonia. Y el único de quien podían esconderse, su único público, era yo.

--Y tú no te nos vas a escapar, también a ti te tenemos preparado tu numerito --anunció Melba.

Había algo de teatro, de falso teatro en todo ello, desde luego; estaban jugando a hacer tonterías, pero a la vez jugaban a saber que jugaban al tonto, y yo escuchaba de repente gritos de entusiasmo, de desaprobación, risas, polémicas, como si algo bien serio se estuviera cocinando por ahí.

Se necesita, claro, un poco de trago, de mota, algún pericazo, cada quien su gusto, para ayudarse uno a creer en el juego. Si no hubieran estado como yo: murmurando que qué pendejadas, que todo era pendejada. Y al atardecer ya estaba decorada la sala como escena de teatro de aficionados. Un muro estaba cubierto de una cortina negra: el firmamento, con verguitas plateadas de cartón en vez de estrellas, y una cara de cine mudo, creo que de Harold Lloyd, todo azorado con lentes redondos y más peinado que un maniquí, a manera de luna. Pude verlo con anticipación, porque ya para entonces todo mundo estaba hasta atrás, ¿qué caso tenía esperar hasta la noche para celebrar la navidad?, decía el Jirafón. Juanito, más respetuoso de las tradiciones, le contestó:

--En ese caso, ¿para qué haber esperado hasta el 24 de diciembre? Podíamos haberla celebrado en marzo.

--Ah, pues yo siempre la celebro, cualquier día, a cualquier hora, tengo como quinientas navidades al año --contratacó el Jirafón, acostumbrado a quedarse siempre con la última palabra. (No recuerdo cómo se ganaba la vida el Jirafón: era vagamente maestro de algo, de cultura urbana o sociología de algo, un erudito en extravagancias, más bien.)



SEA COMO fuere, desde la comida había empezado a correr el alcohol, y la Nenuca hizo como a las cinco de la tarde una investigación general de toda la casa, para sacar desde entonces la champaña.

--¿Dónde está?, pinche Juan, vamos a brindar de una vez.

--La enterré.

De pronto oí al Jirafón, contra Melba:

--¡Mírenla a ésta! ¡Casi no quiere que le creamos nada! ¡Que amante de Pedro Armendáriz! Entonces tú ya eres, según mi censo, la anciana número 22,387...

--Anciana tu madre...

--Ya se murió, para que te lo sepas.

--Pues que siga envejeciendo en la tumba, burra.

--La anciana número 22,387 que asegura haber sido amante de Pedro Armendáriz. Pero yo conozco tus fotos de joven, si a eso se llama fotos, y a eso se llama ser joven. Estabas tan flaca como ahora.

--Pero me ponía postizos, pendeja.

--Sí, cómo no, íbas a engañar a Pedro Armendáriz, a la hora de la hora. Además, esa anécdota ya se la oí a Lola.

--Ya lo tenía bien encarrerado, bruta, la luz apagada, sólo brillaba mi fuego. Lo que importa es el fuego, asna; en la noche todos los gatos son pardos.

Cuando uno está solo y en desdicha, se siente dispuesto a aceptar más las cosas diferentes o extrañas; el mundo se vuelve menos estricto. Y yo veía a mis compañeros de ruta con algo de lástima o conmiseración (menores, sin embargo, de las que sentía por mí mismo), pero con cierto afecto, hasta con admiración. Ese tomarse tan en serio sus chifladuras, hacer todo ese teatro para ellos mismos, darle tanta importancia a sus pequeños ritos y diversiones, cuando yo, abandonado a mí mismo, habría preferido meterme a la cama temprano y despertar quince días después, o nunca.




--A CÉSAR no le gustaba tanto esto de las vestidas --dijo Rubén--. El humor gay como que le daba un poco de miedo. Que empezaba uno jugando a no tomarse en serio, y terminaba uno acostumbrándose a no tomarse nunca en serio para nada.

--Por favor, ¿qué pinche cosa en esta vida hay que tomar en serio, a ver, dímelo deletreadito? --contestó el Jirafón.

--El sida --dijo Juan, como pronunciando la palabra prohibida.

--Santo Señor de los Condones, toco madera --gritó Rubén, alias la Nenuca.

--Sólo la moda --declaró Melba. Se disipó la tensión en el aire.

--Yo más bien les tengo pánico a los seriesotes --siguió el Jirafón--, ésos se creen con Valores, con un Destino, con una Misión; ay, ésos son terribles, pueden ser terribles...

--Más bien son una monserga, querido --dijo Melba.

--¿Por qué no invitaste a tus ligues? --le pregunté al Jirafón--. El sector proletario va a brillar por su ausencia...
--Ay, porque hablan. Se ven con público decente y hablan. De sus mujeres, de sus hijos, de sus trabajos. Se dan importancia. Luego no los callas. Con ellos, mejor uno por uno y en la sombrita. Y si uno te sale bien hablador, pues conmpermisito y te vas con otro. Para las fiestas, puras manas. Mejor luego la terminamos en casa del Elástico.

--César quería más bien una vida más discreta, menos ruidosa. Como más respeto a la intimidad pues, menos tribu.

--¿Y que te salgan telarañas en los sobacos, mi amor? --preguntó Melba.

--César tenía razón --dijo Aníbal--. Yo le decía a Juan el otro día: "Me chocan las locas que nomás creen que toda la vida es puro desmadre, hay que tirar más alto, tener ideales, ilusiones; cosas más profundas...

--¿Cómo el cálculo infinitesimal? --preguntó el Jirafón.

--Mira, dulzura --dijo Melba, arcariciándole el mentón a Aníbal--, toda la Teoría de la Relatividad de Einstein consiste en que te calles...

--¿Ves, papi, cómo con tus amigos nunca se puede platicar en serio?

--No les hagas caso, papi --intervino Juanito, hecho un diplomático consumado.
DOCE



ME SOSPECHABA algún tipo de cursilería o de extravagancia para la cena de navidad. Bueno, no quiero decir que las celebraciones y cenas familiares sean menos ridículas de lo que pudieran inventar mis compañeros de ruta, pero lo parecen, están en la norma, son Lo Acostumbrado.

Con Rubén, el Jirafón, Aníbal, Juanito, Melba todo tendría que ser necesariamente grotesco, un tanto patético (desde mi punto de vista, claro, quiero decir: desde sus ojos, los patéticos somos otros, de quienes se burlan), como un travestismo. Ahí ellos, disfrazados de extraña familia, la familia de los freaks, entre sus trapos y sus locuras, pero finalmente todos juntos y efusivos, con sus romeritos y su bacalao.

Y yo con ellos: feliz en ese momento de ser un freak más, con mis propias locuras. Lo que chinga es el papel de la perfección, de la fuerza, del éxito. Entre marginales y perdedores, razonaba en esos momentos (ya mi cuarto whisky) se vive mejor, sin tanto pedo. Creo que nunca estuvimos más juntos, como cuando todos al mismo tiempo, y botados de risa, escupimos en plena mesa, adornada con lujo, el bacalao de Melba: saladísimo, nadaba en grasa, y además estropajoso y lleno de espinas. Melba para entonces ya era Jorge Negrete y no se dejó amilanar por la crítica. Con toda dignidad abrió tres latas de sardinas en salsa de jitomate.


A LAS diez, regularmente pedos, aparecieron disfraces, cada quien tratando de alzar un porte espectacular, pero doblado de risa ante la imagen de los demás. Pensé que su verdadera diversión fue cuando se maquillaron, se vistieron: que ése era el verdadero teatro, y la función sólo pretexto.

Te obvio la descripción de los trajes, los detalles de los bailes y las escenas de película o de entrevista de celebridades, con que cada quien trató de dar vida a sus personajes.



ME HABIA tocado disfrazarme de Año Viejo, con guadaña y todo, y de repente me descubrí tan pedo como Aníbal, sentimental y enternecido de la borrachera, diciéndole a Juan:

--Bueno, lo de aquella vez, en las Lagunas de Cempoala, Juanito: no era mi intención, yo...

--Yo sé, yo sé --contestó Juanito, molesto de mi repentina efusividad.



SEGUIAMOS platicando Juanito y yo en la cocina, al final de la fiesta, mientras en la sala, con los disfraces ya ajados, los maquillajes batidos e incompletos, el mariachi Melba, el ex-pastor Aníbal (ahora en bata de baño), la cortesana Nenuca y el Jirafón discutían de política. De pronto gritó Melba un gran cacaraqueo, no se sabía si realmente colérica o nada más teatral:

--¡Este puto me empuercó!

La Nenuca con bigotes y todo, en lencería roja, los pelos del pecho saliendo entre los encajes, trataba de limpiarla con la servilleta de las tortillas. El Jirafón había empezado con su representación de Verónica Loyo, pero a cada rato iba, se cambiaba, y regresaba anunciando con grandes fanfarrias su nuevo look: Sara Montiel, Ofelia Montesco, Yolanda Varela y su culminación (supe ahora), Katty Jurado.

Aníbal se había guacareado en Melba.

--Si este puto no sabe beber, ¿para qué le dan? Miren como me ha puesto.

No era tanto: una cuantas plastas de vómito en su chaqueta bordada de mariachi. Alquilada en una compañía de utilería y vestuario por el Jirafón.

Borracho, Aníbal me cayó bien: se había humanizado un poco; claro, hizo el papelote, seguía gritando delante de todos:

--No me importa que me digan que soy cursi. Yo amo a este cabrón. ¿Me oyen? ¡Lo amo! No me importa que digan que soy ignorante, piches perras viejas. Ni que supieran tanto. Yo amo a este cabrón. Me encanta mamarle la verga. Le mamo los pies. Le mamo todo. Yo con él lo que quiera. Te amo papito.

Y se puso a cantar con los alaridos que explicaban por qué le huían todos los productores: Solosequeteamoteamo, véndeme, cómprame, cógeme, déjame, solosequeteamoteamo. La última frase acompañada de borbotones de vómito sobre Melba.




SOLO Juanito conservaba en buen estado su atuendo, una faraona de La corte de Faraón. Pero el frío de la madrugada le importó más que su esplendor de tules durados y ala de mosca, y sin más se echó un jorongo chiapaneco. Le quedaba en la frente una especie de diadema fálica, un viborón cabezudo.

Pocas veces recordaba yo haberme reído tando como en la escena de esa zarzuela que, aumentada con todo tipo de albures y boberas, montaron Juanito y Aníbal después de la cena. Juanito fingiéndose presa más de un delirio canibalesco (una reina hambrienta tras un taco de nenepil) que del supuesto furor ninfómano de la faraona, perseguía al efebo semidesnudo por encima de las sillas (¡Pide Putifar que le toquen la corneta!), del platón de bacalao (¡Que aquí todas las mujeres son como la de Putifar!), de botellas vacías y ceniceros repletos (¡El deeerecho que el mariiiido tiene sobre su muuujer!), la gente disfrazada, los sillones, arrancándole al casto, casto, casto José los cuatro paliacates que traía de taparrabos.

Aníbal se defendía más contra nosotros (todo mundo estaba de parte de la faraona) que contra Juanito; nos aventaba las sobras de los platos, servilletas, pedazos de pan, de fruta, de ensalada. La faraona se coronó de lechuga y betabel, y el casto José huyó sin trapos, cubriéndose el fundillo con la cafetera.



LA FIESTA en su fin. La navidad se terminaba sin estropicios. Un fin de fiesta menos triste que tantos otros en mi vida. Al menos, me había reído. Estábamos ya en los últimos toques, los últimos brandies. Y entonces, a echarlo todo a perder: Juanito se puso a contar que yo me las daba de don Juan, de trovador y poeta en la universidad.

Y así sin más ni más, con toda la carota, recordó aquella excursión a las Lagunas de Cempoala. "A ver hasta dónde llegas, cabrón; nomás búscame y no vas lejos por la respuesta", pensé para mí, un poco alarmado; aunque no, Juanito no se podía atrever, ahorita, no: eso no. Según él, yo había llegado muy latin lover armado de guitarra a la excursión, con una noviecita muy mona, muy lista, Norma Ortiz, que ahora es hasta magistrada de la Suprema Corte.

--De la Tremenda Corte --dijo la Nenuca: su humor se volvía más ramplón a cada trago, a cada fumada. Ya traía rotas las medias caladas, ya había botado las zapatillas de tiritas.

Y que en la noche, en torno a la fogata, yo me había discutido con una canción, como todo un ídolo del bolero, una canción padrísima: "A la orilla del mar".

--Échatela otra vez, en recuerdo de los viejos tiempos, Peña --pidió Juanito.

--Ni madres: ya no me acuerdo.

--Yo te soplo. Todos nos la sabemos. Como que es éxito de Pedro Infante...

--No mames, cabrón.

--Orále, Peña. Voy por la guitarra.

--Hace siglos que no cojo una guitarra, no mames.

--Nomás el tachún tachún.

--Esta es bolero, pendejo; no se toca nomás con tachún tachún.

--Orale, en recuerdo de nuestros viejos tiempos.

Así dijo el cabrón: nuestros viejos tiempos. Y me puso entre las manos una guitarra finísima.

--Piche Juanito: esa canción ya no se toca más --le respondí--. Tú no sabes que es la que le gustaba a la Carmela.

--¡Cómo no voy a saberlo, si la tocaste como chorrocientas mil veces en las Lagunas de Cempoala! Y luego la cantabas todo el tiempo en la universidad. Hasta te gritábamos que ya te aprendieras otra.

--Obséquianos la que le gusta a tu señora --pidió la Nenuca, con el chiste más podrido de toda la historia nacional del albur. Se había puesto de collar una liga llena de encajitos.

--Nomás para que no estén chingando, pues: Vengo a cantar para ti...



PERO finalmente, no me pareció mala idea cantar esa canción ahí, entre putos disfrazados: era como una profanación (la llevo en mi corazón, como el último adiós), como una venganza (que me diste al partir). Bravo: culminar con esa pinche canción ese desangelado carnaval de solitarios (Muero de pena al partir/ pues yo quisiera vivir a tu lado nomás./ Me voy/ esta noche triste y sensual). Qué éxito, mi Buen Escucha. Todos se conmovieron, me la pidieron dos veces, tres veces. El Juanito era el más emocionado, me la pedía y me la pedía.

--¡Orale Peña! ¡Por los viejos tiempos!

Me servía más coñac.

--¡Por el pasado, por el puto pasado! Echatela otra vez.

Se me hacía raro que el Juanito pidiera tanto esa canción. Pero uno nunca entiende a los putos. Quién sabe qué tanto significara "A la orilla del mar" para él. Pinche Juanito, pensé, mientras cantaba aquello de Si tú quieres nuestro amor recordar/ busca a la orilla del mar/ un nombre que grabé en la arena...; "qué se me hace que estás queriendo ahorita otras Lagunas de Cempoala, cabrón, ahora que tu Aníbal está perdido de borracho en la recámara. Pues ni madres: nada de otras Lagunas de Cempoala (Adiós, a la gente del corazón./ Adiós al amor que fue mi ilusión...). ¿Pero de veras la quieres otra vez? Pues ahí te va..."



Y YO estaba cantando así, coquetón, latin lover, de vuelta al pasado estudiantil (Muero de pena al partir), cuando vi luces, ora sí que vi luces. Vi una luz verde, un foquito verde, una luciérnaga, un puntito verde dentro del arreglote floral que estaba en el centro de la mesa. Ora sí que una luciérnaga entre las flores, pero no era un insecto ni nada. Era una chingadera:

--¡Pinche Juan, hijo de la chingada! --aventé la guitarra y arranqué a manotazos todas las flores del arreglo, hasta agarrar ahí, escondidito, el teléfono inalámbrico encendido, funcionando con su antenota desplegada y su foquito verde de on line--. Bueno, bueno, ¿quién habla? --grité. Nomás oí como una respiración, luego colgaron--. ¡Quienquiera que sea, chinguen a su madre! --seguí gritando al teléfono, que ya estaba muerto--. ¡Traidor! ¡Me pusiste una trampa! --Arremetí contra Juanito: ¿Con quién más podía estarse conmunicando, sino con Carmela? ¡Me había puesto a cantarle diez veces "A la orilla del mar" a la puta Carmela!

Yo zarandeaba a Juanito. Melba se me había echado a la espalda, con fuerzas de mariachi me arrancaba a pedazos la túnica de Año Viejo, y me quería sacar los ojos. Sus dedotes se me encajaban en la cara. La Nenuca me jalaba las piernas. Yo le tupía sus buenos madrazos a Juanito.

--¿Qué pedo, hijo de puta? Me hiciste darle serenata por teléfono, puto.

--Cómo crees que se va a oír una serenata por teléfono, ni que fuera el arma secreta de James Bond --decía Melba.

--Seguro has estado de acuerdo con Carmela todo este tiempo, todos estos años. Nunca la dejaste de ver ni nada. Me tendiste una trampa, puto, culero. Eres amigo de ella, se cuentan todo, se pusieron de acuerdo. Me vendiste, hijo de la chingada. Seguro hasta le contaste lo de las Lagunas de Cempoala, miserable.

--Ay, ¿cómo crees? --gimió Juanito, ya liberado por la Nenuca, que con toda su lencería roja hecha harapos se interponía entre los dos--. Yo ni me acuerdo de nada --dijo compungido, como recobrando una pose de dignidad.

--No mames, Peña --gritó Melba, sujetándome las manos todavía, me echaba un aliento rancio, debajo de sus bigotes a la Pedro Armendáriz--. Eso debe estar así desde hace horas. Ya ves que el Jirafón siempre que se empeda le habla por teléfono a su tío. Ya hasta se habrá descargado la batería, ¿no?

Pero ni modo de preguntarle nada al Jirafón, que estaba tirado por ahí, en el piso, ahora con un vestido de la Mujer del Puerto. Parecía un armatoste derrumbado, un insectote envuelto en trapos negros.

Bueno, sí. Yo estaba paranoico. Pedí disculpas a todos: putas paranoias las mías. ¿Cómo iba yo a creer que Juanito? Ok. Ok. No hay fijón. Agarré de nuevo la guitarra, ahora sí con harta tristeza: Esta noche triste y sensual/ llena de calor tropical/ muy solo con mi triste peeeeena...



YA AL amanecer, todavía borracho, durmiendo en mi cuarto sueños de borracho, vi salir a la mismísima Carmela de entre mi carnaval precipitado de apariciones de borracho, entre la Putita Herida, la Nenuca, el Jirafón, César Arcángel, Aníbal, Mi Madre Escandalizada, Ojo de Moco, Lino, Ednita, Pepón, el Viejo del Traje Gris, Esteban Gutiérrez, el Elástico, los travestis y las operadas del balbeario El Higo, tan monstruosos a la luz del sol como resplandecientes bajo los reflectores; la vi primero con la maestra Godínez, el pinche Sánchez, Normita, los juniors de la pensión en la Colonia del Valle; venía muy formal como declarando guerra: cara lavada, pelo recogido, vestido oscuro seriesote:

--¿Se puede hablar contigo como gente civilizada?

Tenía más definición, más espesor que las otras figuras. Pero no estaba completamente sola. Venía con voces. Las voces de Juanito y Melba que tomaban café abajo, en la sala. Decía Juanito:

--Uta, estos bugas son de lo más cursis, de lo más pederos, pero hasta ahí --cuarracácara, cuarracácara--. Al ratito ya van a estar cogiendo ahí mismo, en el cuarto, que "perdóname mi amor, perdóname tú a mí, que yo siempre y tu nunca, que tu nunca y yo siempre"; mucho pedo pero coge y coge. No tienen remedio.

--Es lo único con los heteros: que siempre necesitan su nana, su pilmama --decía Melba.



NO HE dejado de pensar, una y otra vez, desde aquella mañana en el metro, en el Hombre del Traje Gris, que dormita plácidamente apretujado en un vagón, lleno de su vida, recibiendo apariciones de su pasado. Lo recuerdo, vuelve a mí, me visita, como prometiéndome larga vida con un final, poco triunfal, poco lamentable, más o menos sereno. A veces tengo que voltear rápidamente, sobresaltado, porque siento su presencia a mis espaldas, casi física, sobre mi hombro. El Hombre del Traje Gris me promete que alguna mañana dentro de dos décadas, cuando llegue a su edad, cuando tenga su cara y su sombrero, andaré dormitando por ahí, dando a sospechar, dando qué decir: soñando con el cabrón que soy ahora.

Eres tú: te has vuelto mi compañía, mi confidente: estás junto a mí cuando necesito con quien hablar; a veces rejuveneces y me visita, en lugar del viejo, un Sergio niño o un Sergio impaciente y transa de veinte años. Pero te prefiero sobre los sesenta: ya en paz, tu destino ya cumplido en lo fundamental.

Leerás estos apuntes con humor y benevolencia --los has estado leyendo sobre mis hombros: los soñaste por anticipado aquella mañana. Me pongo a hablar contigo, me dices que no haga tantos panchos, que la vida es sencilla; me susurras que cuente con las ayudas del azar y del tiempo. Fantasma seco: ¿te ríes, te irritas, te apasionas con mis últimos garabatos de juventud --si a esto se le puede llamar, todavía, juventud?

Veo tus grandes párpados, escucho tu respiración, tus pequeños ronquidos. Sigue durmiendo, viejo cabrón: que me sea dado despertar en tu sitio dentro de veinte años, componerme el traje, pedir disculpas a los otros pasajeros, incluso al estudiante cabrón que me haya dado un codazo; que entonces no tenga gran cosa de qué ufanarme, ni gran cosa qué lamentar.

Sonreiré tranquilamente, ante estas torpezas y aventuras viejísimas, casi olvidadas, menos propias de la realidad que de un sueño precipitado y loco. Las apariciones que le llegan a uno cuando se afloja y dormita, jirones imaginarios, exhalaciones, vaho.

La muchedumbre se precipita, concreta, decidida, real, hacia las salidas del metro.



FIN